Educada en el Marxismo Soviético, Hoy CatólicaTatiana,
nacida en la extinta Unión Soviética, educada en una cultura donde el
ateísmo reinaba, hoy es fiel católica
Primero y antes que nada, en el principio fue un acto volitivo.
Aunque siempre supe que "algo existe", a pesar de toda la cultura de
ateismo militante que me rodeó en Rusia durante unos 20 años de mi vida,
siempre tenía mucha curiosidad y algo de envidia de cara a los
creyentes ortodoxos: eran distintos, se les miraba de soslayo, se
susurraba que iban a la iglesia, en el colegio se elegía entre otros
niños de su clase a uno/s "tutores" que se suponía que debían de
disuadirles de seguir creyendo en Dios y de persuadirles a creer junto
con la mayoría en el comunismo con su futuro luminoso.
El mundo de los creyentes ortodoxos en los 80 era todavía muy cerrado
en Rusia, porque existía un artículo en el código penal por proselitismo
entre la juventud. Por eso, viendo entrar un joven a la iglesia, la
gente del "mundillo" intentaba echarle fuera para que nadie pensara que
le acogiesen. De aquella época guardo un par de "rencores" contra
aquellas abuelitas alertas que para mí representaban la mala cara de la
ortodoxia.
Con todo esto siempre he sentido una fuerte fascinación ante todo lo
católico: para mí la presencia de un católico como personaje, la misma
palabra ya garantizaba la buena calidad de un libro o una película: era
devoradora de novelas y documentales sobre el Medioevo. Para sacar
información sobre mis queridos católicos valía todo: La Gran
Enciclopedia Soviética con sus casi 100 tomos (daba gusto leer sus
artículos que reflejaban la contraposición de los dos mundos, hasta
ahora me gusta el género), libros de divulgación tipo "La Guardia Negra
del Vaticano" (sobre los jesuitas, maravilloso por su léxico peyorativo
pero lleno de números), novelas seudohistóricas para niños, libros de
textos de facultad de historia...
Pero nunca di ningún paso para bautizarme, era una de aquellas
personas, como decía nuestro amigo Lindatan en una carta, "de
inquietudes culturales". Jamás me he interesado por ver si había alguna
iglesia católica en Moscú. Cuando ya en los 90 trabajaba en una agencia
de viajes y daba las direcciones de las parroquias católicas a los
turistas argentinos y españoles, nada se movía en mi corazón: para
entonces ya era una tolkieniana comprometida, además una "tolkieniana
negra" que realmente creía que se había encontrado una perfecta
religión.
Ya en España, mi novio Pablo y yo éramos muy distintos. Cuando otros
novios se besaban, nosotros casi nos partíamos la cara discutiendo sobre
el tolkienismo. Pobre Ginés, ahora veo cómo sufría, todos sus
argumentos daban como guisantes contra la pared. Pero amor, aunque sea
un amor humano con minúscula, hace sus pequeños milagros (sobre todo si
está respaldado por un Amor interesado): cuando Pablo me pidió que me
hiciera cristiana, no obligatoriamente católica, lo que fuera, le dije
que sí, y, por supuesto, católica (¡uau!). Por esto he dicho arriba que
era un acto volitivo.
Pero entonces no sabía (teóricamente lo sabía de sobras, pero no sobre
mi pellejo) qué precio se paga por la libertad de hacer una elección. En
mi vida, sin contar la más tierna infancia, he llorado tanto. La señora
que me daba la catequesis, una doctora en teología, un encanto de
mujer, mi futura madrina, junto con mi querido Pablo se convirtieron en
un par de torturadores despiadados.
Los conocimientos "teóricos" ya los tenía muchos, no me costaba nada
repasarlos. Pero aceptar que casi todo lo que me enseñaron en la
guardería, colegio, universidad, trabajo, etc., todo el rollo que me he
montado yo y que me diferenciaba del resto del universo no valía un
pimiento...
¿Acaso era yo una tonta y una inútil? ¿Por qué ahora tenía que
rechazarme a mí misma? ¿Tantos años vividos en vano? Y, después de
escupir toda la amargura que tenía dentro a la cara de Pablo, lloraba en
el hombro del mismo día tras día. Pero si di mi palabra, debería
cumplir la promesa, porque si no, ya ningún respeto propio me quedaría.
Pablo, para hacerme avanzar un poco, organizó nuestro viaje a Taizé
para Pascua. ¿Ir yo allí, donde todos son unos fanáticos y (lo que es
peor) veteranos exclusivistas? El primer día era igual que cuando mis
padres me aparcaban a la fuerza en colonias por un mes entero con una
pandilla de niños desconocidos y seguro que malos y violentos. Además,
con frío y todos extranjeros. Pablito, con su encanto de siempre, quiso
elegir el grupo de meditación silenciosa y solitaria para cuatro días.
Yo, para fastidiarle y justificar un viaje inútil, elegí el de la
limpieza del territorio. Pero Dios existe, y en el grupo de meditaciones
no quedaban plazas. Limpiábamos los baños entre los dos. Dormíamos en
sacos en el suelo de la iglesia. Y cantábamos. El primer día, entre
lágrimas y entre dientes apretados para no gritar. Después me gustó. Me
encantó.
Hablamos con una monja polaca que me dio un consejo práctico: "Si no
sabes rezar, imagínate una manzana que se madura poco a poco bajo los
rayos de sol. Así la presencia de Dios te influye, aunque tú no notes
nada". Un cura viejito que entonces estaba en nuestra parroquia me dijo
respondiendo a mis dudas: "No temas de bautizarte sin estar segura de tu
fe. Es sólo el principio del camino, no su fin". Y así, por una parte
ilusionada como una niña en el día de su primera comunión (era
precisamente esto), por otra parte como una oveja que se dejaba
sacrificar, me bauticé.
Ir a misa cada fin de semana. Una tortura. Yo pensaba que toda la gente
de nuestra parroquia me miraba, me mostraba con un dedo, chismorreaba y
comentaba. ¿Por qué no se usan burkas aquí? ¿Ir sola cuando Pablo
estaba de ferias fuera de Barcelona? Había que ir por promesa, pero Dios
sabe cuánto me costaba y cuántas veces me inventé excusas para no ir.
El que viene el último siempre es emigrante en nuestro mundo.
Hasta que yo comprendí, hasta que de verdad viví, que en el Reino de
Dios los últimos son los primeros, desgasté tantas neuronas de esas que
dicen que no se reproducen, que ahora las echo de menos pero ya es
tarde. Encontramos en Barcelona un grupo de oración estilo Taize y un
año o más estuvimos bastante contentos. Hasta que, después de las
Jornadas de Taize en Barcelona, Pablo quiso montar un grupo así en
nuestra parroquia. Y encontró que ya había un grupo de jóvenes, pero al
estilo carismático.
A él le gustaron, me llevó a mí, y no me gustaron en absoluto. Eran
unos auténticos fanáticos, además, no había gente de mi edad, o muy
jóvenes, o muy mayores. ¿Por qué fanáticos? Porque decían piropos a Dios
en voz alta y todos a la vez (que para mí es una evidente señal de mala
educación, no podía haber aprobación alguna), levantando las manos
hacia el Sagrario, leían trozos de la Biblia, a veces rezaban y pedían
entre lágrimas, bueno, pensé que eran demasiado abiertos, demasiado
extrovertidos para mí. En mí cascarón no había sitio para aquella peña.
Pablo me llevó a la Asamblea de los carismáticos de Cataluña. Era una
multitud de abuelos marchosísimos, pero también de jóvenes muy alegres,
la música era muy buena, de las canciones el pelo se me ponía de punta.
El predicador era un rollazo. No funcionaba el aire acondicionado. La
mitad del tiempo lo pasé fuera, bordando en el jardín, pensando en mi
mala suerte, en que nadie me quería, en que mi marido era un
fundamentalista insensible, y en que me había dejado engañar.
En agosto del año pasado Pablo (le agradezco su incansable labor) nos
inscribió en unos ejercicios espirituales carismáticos de 5 días. Bueno,
la mujer tiene que seguir a su marido hasta a los ejercicios. Eran
todas abuelitas marchosas, yo ya estaba pensando en volver a casa, pero
vinieron un par de matrimonios jóvenes, y el cura que daba ejercicios me
pareció divertido. Era una experiencia muy dura.
Entre lágrimas y rebotes conseguí entonces comprender que para Dios no
existe diferencia entre sus hijos humanos, sean unos españoles jubilados
con "antecedentes católicos" o unas rusas neoconversas: nadie nace
cristiano, todos lo somos por bautizo, así que todos somos hijos
adoptivos, y comparar nuestros curriculums no sirve de nada, porque
todavía no los hemos acabado ni sabemos el criterio de valorarlos.
Parece una verdad de catequesis para niños, pero me costó años llegar
hacia ella.
Pero una vez asumida, desapareció la barrera que me hacía pensar en
esconderme tras el burka: yo era como todos los demás, ni mejor ni peor,
no había cabida para mis complejos de inferioridad. Al volver a
Barcelona fuimos los dos a las oraciones de nuestro grupo carismático
que esta vez me gustó mucho más y me sigue gustando. Seguimos intentando
mejorar nuestro nivel de conocimientos (a ver cuándo la cantidad pase a
calidad y se refleje en nuestras vidas) leyendo, yendo a ejercicios y
retiros, charlas y asambleas, hablando con gente y rezando.
Ahora me encanta ser cristiana. Hago cosas que jamás me atrevería a
hacer siendo una agnóstica o cristiana light: me atrevo a amar a la
gente. No a los amigos, padres, familiares, no, a la gente desconocida.
Intento aprender a ver la cara de Cristo en gente que parece que no
tiene nada que ver. Ahora ya en absoluto me duelen los "años perdidos"
cuando no era cristiana, no echo de menos aquella "yo" que tuve que
suprimir con tanto dolor. Era un parto que siempre duele y da miedo,
pero sin él no hay nacimiento. Ni siquiera era una "yo" verdadera. Antes
me espantaba pensar en entregar mi vida a Dios, en aquello de "cada vez
menos yo y más Tú". Pero sabiendo que mi vida por definición es de Dios
y teniendo en cuenta que yo no he sido demasiado brillante
gestionándola (más bien, soy campeona en volver a pisar el mismo
rastrillo), con mucho gusto se la entrego y cuanto menos "yo" le
estorbe, pues, mejor para todos.
Y es sólo el principio del camino, no su fin.
Tatiana Fedótova, L´Hospitalet de Llobregat, 2002
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