12. Efectos del perdón y la Belleza del perdón de Dios
Perdonar
es la manifestación más alta del amor y, en consecuencia es lo que más
transforma el corazón humano. Por eso, cada vez que perdonamos se opera
en nosotros una conversión interior, un verdadero cambio al grado que
San Juan Crisóstomo llega a decir nada nos asemeja tanto a Dios como
estar dispuestos al perdón.
Autor: comunidad de Educadores Católicos con autorización de Mons. Ugarte Corcuera.
Fuente: Mons. Francisco Ugarte Corcuera, "Del Resentimiento al Perdón. Una Puerta para la Felicidad". 12ª reimpresión, 2008.
Disponible en las estas librerías católicas:
https://www.beityala.com/
http://www.rialp.com
Cuarta parte: el misterio del perdón
3. Efectos del perdón y la belleza del perdón de Dios.
Perdonar es la manifestación más alta del amor y, en consecuencia es lo
que más transforma el corazón humano. Por eso, cada vez que perdonamos
se opera en nosotros una conversión interior, un verdadero cambio al
grado que San Juan Crisóstomo llega a decir “nada nos asemeja tanto a
Dios como estar dispuestos al perdón”.
Mientras una persona está dominada por el resentimiento, mira al otro
con malos ojos por los prejuicios que el odio y el rencor le dictan. Al
perdonar, nace un sentimiento nuevo y la mirada se clarifica,
desaparecen los prejuicios, y se puede ver a los demás como realmente
son, descubrir y valorar sus cualidades, que hasta entonces estaban
ocultas.
Si los resentimientos son los principales enemigos para las relaciones
con los demás, el perdón permite recobrar el tesoro de la amistad o
recuperar el amor que parecía perdido. ¡Qué doloroso resulta perder a un
amigo, por la sencilla razón de que no se cuenta con la capacidad para
perdonar alguna ofensa! Y qué frecuente es que el amor entre dos
personas decaiga porque cada uno va acumulando, llevando cuentas de las
ofensas recibidas, en lugar de pasarlas por alto y perdonarlas. El
perdón mantiene vivo el amor, lo renueva, y evita la pérdida de la
amistad que es uno de los dones más valiosos en esta vida.
El perdón produce grandes beneficios, tanto a nivel personal como en relación con los demás y con Dios.
1. Aceptación serena de ti mismo: en nuestro interior se opera
un estado de paz interior que por sí misma es liberador; el organismo ya
no está atado, es libre, puede pensar y actuar como es debido, como
todo ser auténticamente libre.
2. Dispone el corazón a la vivencia de la caridad que tiene sus expresiones más concretas en
Caridad interna
• Bondad de corazón: aceptar a cualquier persona independientemente de
lo que yo sienta por ella, silenciar sus errores, ponderar sus
cualidades y virtudes. Alegrarme por sus éxitos.
• Pensar bien de los demás: contrarrestar la tendencia natural del dicho
popular “piensa mal y acertarás” con una actitud cristiana, es decir,
“cree todo el bien que se oye, no creer sino el mal que se ve y aun ese
mal, saber disculparlo”.
• Donación universal y delicada
Caridad externa
• Benedicencia: hablar siempre bien de los demás, descubrir y alabar lo bueno y disculpar lo malo
• Evitar la crítica, la murmuración y la burla.
• Servir desinteresadamente
• Colaborar generosamente
• Dar sin medida, sin buscar recompensa
• Tratar bien a todos: con aprecio, respeto, bondad y sencillez.
3. La paz interior que se expresa en
Paz con Dios: saberme y sentirme hijo querido del Padre, entregarme filialmente a Él.
Paz con los hombres. Quien se sabe en paz con Dios
puede lanzarse a la ardua tarea de buscar paz con los hombres. Que los
que viven en contacto conmigo sepan que nada tienen que temer de mí. Que
no vean un rival, sino un amigo; no un obstáculo, sino una ayuda en su
camino.
Paz conmigo mismo: aceptarme a mí mismo, mi pasado,
admitir mis debilidades y, una gran paciencia hacia mí mismo, todo eso
hace imposible la paz. Y es difícil estar en paz con Dios y los demás,
si en mí mismo no hay unidad.
Paz con el mundo entero, con toda la creación. Paz
cristiana que ama la naturaleza, porque es obra de Dios, y se encuentra a
gusto en el mundo, porque es la casa del Padre Dios. Paz que todo lo
abarca y todo lo lleva hacia su destino final en el corazón de Dios.
4. La felicidad
La paz del corazón es la única paz que trae la felicidad, y esa paz del corazón es un don de Dios.
5. La experiencia del amor misericordioso de Dios
Cuando perdonamos a quienes nos ofenden, nos ponemos en condiciones de
ser perdonados por Dios. También el perdón divino es la manifestación
más explícita de su amor por nosotros. Por tanto al perdonar nos abrimos
al amor de Dios, que a su vez es la fuente de nuestro propio amor hacia
él. En la medida en que nos sabemos y nos sentimos amados por Dios, nos
movemos a amarle, deseando corresponderle, y así es como concretamos
nuestra llamada a la santidad que él hace a todos los hombres.
¿Dónde se realiza este encuentro con la belleza del perdón de Dios?
Nos serviremos de la carta pastoral del arzobispo Bruno Forte “confesarse, ¿Por qué? La reconciliación es la belleza de Dios”.
Confesarse, ¿por qué?
La reconciliación y la belleza de Dios
Carta para el año pastoral 2005-2006
Tratemos de comprender juntos qué es la confesión:
si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el corazón, sentirás
la necesidad y la alegría de hacer experiencia de este encuentro, en el
que Dios, dándote su perdón mediante el ministro de la Iglesia,
crea en tí un corazón nuevo, pone en ti un Espíritu nuevo, para que
puedas vivir una existencia reconciliada con Él, contigo mismo y con los
demás, llegando a ser tú también capaz de perdonar y amar,
más allá de cualquier tentación de desconfianza y cansancio.
1. ¿Por qué confesarse?
Entre las preguntas que mi corazón de obispo se hace, elijo una que me
hacen a menudo: ¿por qué hay que confesarse? Es una pregunta que vuelve a
plantearse de muchas formas: ¿por qué ir a un sacerdote a decir los
propios pecados y no se puede hacer directamente con Dios, que nos
conoce y comprende mucho mejor que cualquier interlocutor humano? Y, de
manera más radical: ¿por qué hablar de mis cosas, especialmente de
aquellas de las que me avergüenzo incluso conmigo mismo, a alguien que
es pecador como yo, y que quizá valora de modo completamente diferente
al mío mi experiencia, o no la comprende en absoluto? ¿Qué sabe él de lo
que es pecado para mí? Alguno añade: y además, ¿existe verdaderamente
el pecado, o es sólo un invento de los sacerdotes para que nos portemos
bien?
A esta última pregunta creo que puedo responder enseguida y sin temor a
que se me desmienta: el pecado existe, y no sólo está mal sino que hace
mal. Basta mirar la escena cotidiana del mundo, donde se derrochan
violencia, guerras, injusticias, abusos, egoísmos, celos y venganzas (un
ejemplo de este «boletín de guerra» no los dan hoy las noticias en los
periódicos, radio, televisión e Internet). Quien cree en el amor de
Dios, además, percibe que el pecado es amor replegado sobre sí mismo
(«amor curvus», «amor cerrado», decían los medievales), ingratitud de
quien responde al amor con la indiferencia y el rechazo. Este rechazo
tiene consecuencias no sólo en quien lo vive, sino también en toda la
sociedad, hasta producir condicionamientos y entrelazamientos de
egoísmos y de violencias que se constituyen en auténticas «estructuras
de pecado» (pensemos en las injusticias sociales, en la desigualdad
entre países ricos y pobres, en el escándalo del hambre en el mundo...).
Justo por esto no se debe dudar en subrayar lo enorme que es la
tragedia del pecado y cómo la pérdida de sentido del pecado --muy
diversa de esa enfermedad del alma que llamamos «sentimiento de culpa»--
debilita el corazón ante el espectáculo del mal y las seducciones de
Satanás, el adversario que trata de separarnos de Dios.
2. La experiencia del perdón
A pesar de todo, sin embargo, no creo poder afirmar que el mundo es malo
y que hacer el bien es inútil. Por el contrario, estoy convencido de
que el bien existe y es mucho mayor que el mal, que la vida es hermosa y
que vivir rectamente, por amor y con amor, vale verdaderamente la pena.
La razón profunda que me lleva a pensar así es la experiencia de la
misericordia de Dios que hago en mí mismo y que veo resplandecer en
tantas personas humildes: es una experiencia que he vivido muchas veces,
tanto dando el perdón como ministro de la Iglesia, como recibiéndolo.
Hace años que me confieso con regularidad, varias veces al mes y con la
alegría de hacerlo. La alegría nace del sentirme amado de modo nuevo por
Dios, cada vez que su perdón me alcanza a través del sacerdote que me
lo da en su nombre. Es la alegría que he visto muy a menudo en el rostro
de quien venía a confesarse: no el fútil sentido de alivio de quien «ha
vaciado el saco» (la confesión no es un desahogo psicológico ni un
encuentro consolador, o no lo es principalmente), sino la paz de
sentirse bien «dentro», tocados en el corazón por un amor que cura, que
viene de arriba y nos transforma. Pedir con convicción el perdón,
recibirlo con gratitud y darlo con generosidad es fuente de una paz
impagable: por ello, es justo y es hermoso confesarse. Querría compartir
las razones de esta alegría a todos aquellos a los que logre llegar con
esta carta.
3. ¿Confesarse con un sacerdote?
Me preguntas entonces: ¿por qué hay que confesar a un sacerdote los
propios pecados y no se puede hacer directamente a Dios? Ciertamente,
uno se dirige siempre a Dios cuando confiesa los propios pecados. Que
sea, sin embargo, necesario hacerlo también ante un sacerdote nos lo
hace comprender el mismo Dios: al enviar a su Hijo con nuestra carne,
demuestra querer encontrarse con nosotros mediante un contacto directo,
que pasa a través de los signos y los lenguajes de nuestra condición
humana. Así como Él ha salido de sí mismo por amor nuestro y ha venido a
«tocarnos» con su carne, también nosotros estamos llamados a salir de
nosotros mismos por amor suyo e ir con humildad y fe a quien puede
darnos el perdón en su nombre con la palabra y con el gesto. Sólo la
absolución de los pecados que el sacerdote te da en el sacramento puede
comunicarte la certeza interior de haber sido verdaderamente perdonado y
acogido por el Padre que está en los cielos, porque Cristo ha confiado
al ministerio de la Iglesia el poder de atar y desatar, de excluir y de
admitir en la comunidad de la alianza (Cf. Mateo 18,17). Es Él quien,
resucitado de la muerte, ha dicho a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes
se los retengáis, les quedan retenidos» (Juan 20,22-23). Por lo tanto,
confesarse con un sacerdote es muy diferente de hacerlo en el secreto
del corazón, expuesto a tantas inseguridades y ambigüedades que llenan
la vida y la historia. Tu solo no sabrás nunca verdaderamente si quien
te ha tocado es la gracia de Dios o tu emoción, si quien te ha perdonado
has sido tú o ha sido Él por la vía que Él ha elegido. Absuelto por
quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón, podrás
experimentar la libertad que sólo Dios da y comprenderás por qué
confesarse es fuente de paz.
4. Un Dios cercano a nuestra debilidad
La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que se nos
ofrece en Jesús y que se nos transmite mediante el ministerio de la
Iglesia. En este signo eficaz de la gracia, cita con la misericordia sin
fin, se nos ofrece el rostro de un Dios que conoce como nadie nuestra
condición humana y se le hace cercano con tiernísimo amor. Nos lo
demuestran innumerables episodios de la vida de Jesús, desde el
encuentro con la Samaritana a la curación del paralítico, desde el
perdón a la adúltera a las lágrimas ante la muerte del amigo Lázaro...
De esta cercanía tierna y compasiva de Dios tenemos inmensa necesidad,
como lo demuestra también una simple mirada a nuestra existencia: cada
uno de nosotros convive con la propia debilidad, atraviesa la
enfermedad, se asoma a la muerte, advierte el desafío de las preguntas
que todo esto plantea el corazón. Por mucho que luego podamos desear
hacer el bien, la fragilidad que nos caracteriza a todos, nos expone
continuamente al riesgo de caer en la tentación. El Apóstol Pablo
describió con precisión esta experiencia: «Hay en mí el deseo del bien,
pero no la capacidad de realizarlo; en efecto, yo no hago el bien que
quiero, sino el mal que no quiero» (Romanos 7,18s). Es el conflicto
interior del que nace la invocación: «Quién me librará de este cuerpo
que me lleva a la muerte?» (Romanos 7, 24). A ella responde de modo
especial el sacramento del perdón, que viene a socorrernos siempre de
nuevo en nuestra condición de pecado, alcanzándonos con la potencia
sanadora de la gracia divina y transformando nuestro corazón y nuestros
comportamientos. Por ello, la Iglesia no se cansa de proponernos la
gracia de este sacramento durante todo el camino de nuestra vida: a
través de ella Jesús, verdadero médico celestial, se hace cargo de
nuestros pecados y nos acompaña, continuando su obra de curación y de
salvación. Como sucede en cada historia de amor, también la alianza con
el Señor hay que renovarla sin descanso: la fidelidad y el empeño
siempre nuevo del corazón que se entrega y acoge el amor que se le
ofrece, hasta el día en que Dios será todo en todos.
5. Las etapas del encuentro con el perdón
Justo porque fue deseado por un Dios profundamente «humano», el
encuentro con la misericordia que nos ofrece Jesús se produce en varias
etapas, que respetan los tiempos de la vida y del corazón. Al inicio,
está la escucha de la buena noticia, en la que te alcanza la llamada del
Amado: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva» (Marcos 1,15). A través de esta
voz el Espíritu Santo actúa en ti, dándote dulzura para consentir y
creer en la Verdad. Cuando te vuelves dócil a esta voz y decides
responder con todo el corazón a Quien te llama, emprendes el camino que
te lleva al regalo más grande, un don tan valioso que le lleva a Pablo a
decir: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con
Dios! » (2 Corintios 5, 20).
La reconciliación es precisamente el sacramento del encuentro con Cristo
que, mediante el ministerio de la Iglesia, viene a socorrer la
debilidad de quien ha traicionado o rechazado la alianza con Dios, lo
reconcilia con el Padre y con la Iglesia, lo recrea como criatura nueva
en la fuerza del Espíritu Santo. Este sacramento es llamado también de
la penitencia, porque en él se expresa la conversión del hombre, el
camino del corazón que se arrepiente y viene a invocar el perdón de
Dios. El término confesión --usado normalmente-- se refiere en cambio al
acto de confesar las propias culpas ante el sacerdote pero recuerda
también la triple confesión que hay que hacer para vivir en plenitud la
celebración de la reconciliación: la confesión de alabanza («confessio
laudis»), con la que hacemos memoria del amor divino que nos precede y
nos acompaña, reconociendo sus signos en nuestra vida y comprendiendo
mejor así la gravedad de nuestra culpa; la confesión del pecado, con la
que presentamos al Padre nuestro corazón humilde y arrepentido,
reconociendo nuestros pecados («confessio peccati»); la confesión de fe,
por último, con la que nos abrimos al perdón que libera y salva, que se
nos ofrece con la absolución («confessio fidei»). A su vez, los gestos y
las palabras en las que expresaremos el don que hemos recibido
confesarán en la vida las maravillas realizadas en nosotros por la
misericordia de Dios.
6. La fiesta del encuentro
En la historia de la Iglesia, la penitencia ha sido vivida en una gran
variedad de formas, comunitarias e individuales, que sin embargo han
mantenido todas la estructura fundamental del encuentro personal entre
el pecador arrepentido y el Dios vivo, a través de la mediación del
ministerio del obispo o del sacerdote. A través de las palabras de la
absolución, pronunciadas por un hombre pecador que, sin embargo, ha sido
elegido y consagrado para el ministerio, es Cristo mismo el que acoge
al pecador arrepentido y lo reconcilia con el Padre y en el don del
Espíritu Santo, lo renueva como miembro vivo de la Iglesia.
Reconciliados con Dios, somos acogidos en la comunión vivificante de la
Trinidad y recibimos en nosotros la vida nueva de la gracia, el amor que
sólo Dios puede infundir en nuestros corazones: el sacramento del
perdón renueva, así, nuestra relación con el Padre, con el Hijo y con el
Espíritu Santo, en cuyo nombre se nos da la absolución de las culpas.
Como muestra la parábola del Padre y los dos hijos, el encuentro de la
reconciliación culmina en un banquete de platos sabrosos, en el que se
participa con el traje nuevo, el anillo y los pies bien calzados (Cf.
Lucas15,22s): imágenes que expresan todas la alegría y la belleza del
regalo ofrecido y recibido. Verdaderamente, para usar las palabras del
padre de la parábola, «comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo
mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido
hallado» (Lucas 15, 24). ¡Qué hermoso pensar que aquél hijo podemos ser
cada uno de nosotros!
7. La vuelta a la casa del Padre
En relación a Dios Padre, la penitencia se presenta como una «vuelta a
casa» (este es propiamente el sentido de la palabra «teshuvá», que el
hebreo usa para decir «conversión»). Mediante la toma de conciencia de
tus culpas, te das cuenta de estar en el exilio, lejano de la patria del
amor: adviertes malestar, dolor, porque comprendes que la culpa es una
ruptura de la alianza con el Señor, un rechazo de su amor, es «amor no
amado», y por ello es también fuente de alienación, porque el pecado nos
desarraiga de nuestra verdadera morada, el corazón del Padre. Es
entonces cuando hace falta recordar la casa en la que nos esperan: sin
esta memoria del amor no podríamos nunca tener la confianza y la
esperanza necesarias para tomar la decisión de volver a Dios. Con la
humildad de quien sabe que no es digno de ser llamado «hijo», podemos
decidirnos a ir a llamar a la puerta de la casa del Padre: ¡qué sorpresa
descubrir que está en la ventana escrutando el horizonte porque espera
desde hace mucho tiempo nuestro retorno! A nuestras manos abiertas, al
corazón humilde y arrepentido responde la oferta gratuita del perdón con
el que el Padre nos reconcilia consigo, «convirtiéndonos» de alguna
manera a nosotros mismos: « Estando él todavía lejos, le vio su padre y,
conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lucas
15,20). Con extraordinaria ternura, Dios nos introduce de modo renovado
en la condición de hijos, ofrecida por la alianza establecida en Jesús.
8. El encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros
En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos ofrece la
alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado, que, a
través de su Pascua nos da la vida nueva, infundiendo su Espíritu en
nuestros corazones. Este encuentro se realiza mediante el itinerario que
lleva a cada uno de nosotros a confesar nuestras culpas con humildad y
dolor de los pecados y a recibir con gratitud plena de estupor el
perdón. Unidos a Jesús en su muerte de Cruz, morimos al pecado y al
hombre viejo que en él ha triunfado. Su sangre, derramada por nosotros
nos reconcilia con Dios y con los demás, abatiendo el muro de la
enemistad que nos mantenía prisioneros de nuestra soledad sin esperanza y
sin amor. La fuerza de su resurrección nos alcanza y transforma: el
resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una fe nueva, que nos
abre los ojos y nos hace capaces de reconocerle junto a nosotros y
reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda nuestra
existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se
ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la angustia,
liberada del peso de la culpa, confirmada en los dones de Dios y
renovada en la potencia de su Amor victorioso. Liberados por el Señor
Jesús, estamos llamados a vivir como Él libres del miedo, de la culpa y
de las seducciones del mal, para realizar obras de verdad, de justicia y
de paz.
9. La vida nueva del Espíritu
Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor de Dios (Cf.
Romanos 5,5), el sacramento de la reconciliación es fuente de vida
nueva, comunión renovada con Dios y con la Iglesia, de la que
precisamente el Espíritu es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu
empuja al pecador perdonado a expresar en la vida la paz recibida,
aceptando sobre todo las consecuencias de la culpa cometida, la llamada
«pena», que es como el efecto de la enfermedad representada por el
pecado, y que hay que considerarla como una herida que curar con el óleo
de la gracia y la paciencia del amor que hemos de tener hacia nosotros
mismos. El Espíritu, además, nos ayuda a madurar el firme propósito de
vivir un camino de conversión hecho de empeños concretos de caridad y de
oración: el signo penitencial requerido por el confesor sirve
justamente para expresar esta elección. La vida nueva, a la que así
renacemos, puede demostrar más que cualquier otra cosa la belleza y la
fuerza del perdón invocado y recibido siempre de nuevo («perdón» quiere
decir justamente don renovado: ¡perdonar es dar infinitamente!) Te
pregunto entonces: ¿por qué prescindir de un regalo tan grande? Acércate
a la confesión con corazón humilde y contrito y vívela con fe: te
cambiará la vida y dará paz a tu corazón. Entonces, tus ojos se abrirán
para reconocer los signos de la belleza de Dios presentes en la creación
y en la historia y te surgirá del alma el canto de alabanza.
Y también a ti, sacerdote que me lees y que, como yo, eres ministro del
perdón, querría dirigir una invitación que me nace del corazón: está
siempre pronto --a tiempo y a destiempo--, a anunciar a todos la
misericordia y a dar a quien te lo pide el perdón que necesita para
vivir y morir. Para aquella persona, ¡podría tratarse de la hora de Dios
en su vida!
10. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!
La invitación del apóstol Pablo se convierte, así, también en la mía: lo
expreso sirviéndome de dos voces distintas. La primera, es la de
Friedrich Nietzsche, que, en su juventud, escribió palabras apasionadas,
signo de la necesidad de misericordia divina que todos llevamos dentro:
«Una vez más, antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al
quedarme solo, elevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde
lo profundo del corazón he consagrado altares, para que cada hora tu voz
me vuelva a llamar… Quiero conocerte, a Ti, el Desconocido, que
penetres hasta el fondo del alma y como tempestad sacudas mi vida, tú
que eres inalcanzable y sin embargo semejante a mí! Quiero conocerte y
también servirte» («Scritti giovanili», «Escritos Juveniles» I, 1, Milán
1998, 388). La otra voz es la que se atribuye a san Francisco de Asís,
que expresa la verdad de una vida renovada por la gracia del perdón:
«Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo
ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá
donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo
ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá donde
desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo
ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh
Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser
comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar». Son éstos los
frutos de la reconciliación, invocada y acogida por Dios, que auguro a
todos vosotros que me leéis. Con este augurio, que se hace oración, os
abrazo y bendigo uno a uno.
+ Bruno, vuestro padre en la fe
PARA EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Prepárate a la confesión si es posible a plazos regulares y no demasiado
lejanos en el tiempo, en un clima de oración, respondiendo a estas
preguntas bajo la mirada de Dios, eventualmente verificándolo con quien
pueda ayudarte a caminar más rápido en la vía del Señor:
1. «No tendrás otro Dios fuera de mí» (Dt 5,7). «Amarás al Señor con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37). ¿Amo
así al Señor? ¿Le doy el primer lugar en mi vida? Me empeño en rechazar
todo ídolo que puede interponerse entre El y yo, ya sea el dinero, el
placer, la superstición o el poder? ¿Escucho con fe su Palabra? ¿Soy
perseverante en la oración?
2. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Dt 5,11). ¿Respeto
el nombre santo de Dios? ¿Abuso al referirme a Él ofendiéndole o
sirviéndome de Él en lugar de servirlo? ¿Bendigo a Dios en cada uno de
mis actos? ¿Me remito sin reservas a su voluntad sobre mí, confiando
totalmente en Él? ¿Me confío con humildad y confianza a la guía y a la
enseñanza de los pastores que el Señor ha dado a su Iglesia? ¿Me empeño
en profundizar y nutrir mi vida de fe?
3. «Santificarás las fiestas» (cf. Dt 5,12-15). ¿Vivo la centralidad del
domingo, empezando por su centro que es la celebración de la
eucaristía, y los otros días consagrados al Señor para alabarlo y darle
gracias para confiarme a Él y reposar en Él? ¿Participo con fidelidad y
empeño en la liturgia festiva, preparándome a ella con la oración y
esforzándome en obtener fruto durante toda la semana? ¿Santifico el día
de fiesta con algún gesto de amor hacia quien lo necesita?
4. «Honra a tu padre y a tu madre» (Dt 5,16). ¿Amo y respeto a quienes
me han dado la vida? ¿Me esfuerzo por comprenderles y ayudarles, sobre
todo en su debilidad y sus límites?
5. «No matar» (Dt 5,17). ¿Me esfuerzo por respetar y promover la vida en
todas sus etapas y en todos sus aspectos? ¿Hago todo lo que está en mi
poder por el bien de los demás? ¿He hecho mal a alguien con la intención
explícita de hacerlo? «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39).
¿Cómo vivo la caridad hacia el prójimo? ¿Estoy atento y disponible,
sobre todo hacia los más pobres y los más débiles? ¿Me amo a mí mismo,
sabiendo aceptar mis límites bajo la mirada de Dios?
6. «No cometerás actos impuros» (cf. Dt 5,18). «No desearás la mujer de
tu prójimo» (Dt 5,21). ¿Soy casto en pensamientos y actos? ¿Me esfuerzo
en amar con gratuidad, libre de la tentación de la posesión y de los
celos? ¿Respeto siempre y en todo la dignidad de la persona humana?
¿Trato mi cuerpo y el cuerpo de los demás como templo del Espíritu
Santo?
7. «No robar» (Dt 5,19). «No desear los bienes ajenos» (Dt 5,21).
¿Respeto los bienes de la creación? ¿Soy honesto en el trabajo y en mis
relaciones con los demás? ¿Respeto el fruto de trabajo de los demás?
¿Soy envidioso del bien de los otros? ¿Me esfuerzo en hacer a los otros
felices o pienso sólo en mi felicidad?
8. «No pronunciar falso testimonio» (Dt 5,20). ¿Soy sincero y leal en
cada palabra y acción? ¿Testimonio siempre y sólo la verdad? ¿Trato de
dar confianza y actúo en modo de merecerla?
9. ¿Me esfuerzo en seguir a Jesús en la vía de mi entrega a Dios y a los demás? ¿Trato de ser como Él humilde, pobre y casto?
10. ¿Encuentro al Señor fielmente en los sacramentos, en la comunión
fraterna y en el servicio a los más pobres? ¿Vivo la esperanza en la
vida eterna, mirando cada cosa a la luz del Dios que llega y confiando
siempre en sus promesas?
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