La conversión es un cambio profundo de la mente y del corazón. El que se
convierte se da cuenta de que algo debe cambiar en su vida.
La predicación pública de Nuestro Señor Jesucristo empezó con una llamada a
la conversión: «se han cumplido los tiempos y se acerca el Reino de Dios; convertios y
creed en la Buena Nueva« (Mc. 1, 15)
Más adelante irá explicando las características del Reino, pero desde un
principio se advierte que hace falta una postura nueva de la mente para
poder entender el mensaje de salvación.
Pone a los niños como ejemplo de la meta a que hay que llegar. Hay que «hacerse
como niños» o «nacer de nuevo», como dirá a Nicodemo (cfr. Jn. 3, 4) La conversación con la mujer
samaritana es un ejemplo práctico de cómo se llama a una persona a la
conversión. A Zaqueo también lo llama a cambiar de vida, a convertirse. Lo
mismo hará con otros muchos.
Sus parábolas sobre la misericordia divina son llamadas a la conversión
contando con que nuestro Padre Dios está esperando la vuelta del pecador.
Hasta en los últimos momentos de su vida, cuando le van a prender en el
huerto, llama a Judas -amigo., ofreciéndole la oportunidad de la conversión.
SAN JUAN BAUTISTA PREPARÓ LA VENIDA DEL MESIAS
Cuando los sacerdotes de Jerusalén enviaron a preguntar a Juan Bautista
quién era, contestó: Yo soy la voz que clama en el desierto: enderezad
el camino del Señor, como dijo Isaías. (Jn. 1, 23)
Con estas palabras indica que preparaba el camino del Mesías, que había de
venir, predicando la conversión y la penitencia. Sus palabras eran claras y
fuertes. San Lucas narra esta predicación y cómo animaba a compartir con
los demás lo que se posee, a no exigir más de lo que marca la justicia en
los negocios, a no ser violentos, ni denunciar falsamente a nadie (cfr. Lc.
3, 1-18) Para conseguir vivir sin pecado proponía el bautismo de agua y la
penitencia. Sin embargo, siempre insistió en que estos medios eran
insuficientes, pues él era sólo el precursor: «Yo os
bautizo con agua para la penitencia; pero el que viene detrás de mí es más
poderoso que yo. No soy digno de llevarle las sandalias; él os bautizará en
el Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo y va a limpiar su
era; reunirá su trigo en el granero, y la paja la quemará en un fuego
inextinguible»(Mt. 3. 11-12)
Cuando Jesús fue a bautizarse al Jordán, le dijo: «Yo
necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?» (Mt. 3, 14)
Más adelante dirá de Jesús: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el
pecado del mundo» (Jn. 1, 29) San Juan Bautista no tenía el poder de
perdonar los pecados, sino solamente predicaba la conversión y la
penitencia preparando el camino del Señor. Como fruto de su labor serán
muchos los que escucharán la doctrina de Cristo. Los dos primeros
discípulos de Jesucristo serán dos discípulos de San Juan Bautista: Juan y
Andrés. Además de estos discípulos primeros, muchos otros discípulos de
Juan fueron tras Jesús. Juan se llenó de alegría, añadiendo: «Conviene
que Él crezca y yo disminuya» (Jn. 3, 30)
¿OUE ES LA CONVERSION?
La conversión es un cambio profundo de la mente y del corazón. El que se
convierte se da cuenta de que algo debe cambiar en su vida, y se decide a
cambiar. La conversión a Dios incluye apartar todo lo que aleje de Dios.
La conversión exige que se dé primero un arrepentimiento del pecado:
El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del amor y del
corazón del hombre, se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se
proyecta en una vida construida al margen de los mandamientos de Dios. El
pecado mortal supone un fallo en lo fundamental de la existencia cristiana
y excluye del Reino de Dios. Este fallo puede expresarse en situaciones, en
actitudes o en actos concretos.
(C.v.e., p. 507)
Se puede decir, resumiendo, que: Pecado es todo acto, dicho o deseo contra
la ley de Dios.
El siguiente paso será abrir el corazón a la luz nueva: «Dios es
luz y no hay en Él tiniebla alguna» (1 Jn. 1,
5) San Juan explica las posibles actitudes ante la conversión, diciendo: «Todo el
que obra el mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras no
sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus
obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios» (Jn. 3,
20-21)
Todos los hombres llevan en su interior la posibilidad de una oposición a
Dios. Por el pecado original la naturaleza humana ha quedado debilitada y
herida en sus fuerzas naturales. La inteligencia se mueve entre oscuridades
y cae fácilmente en engaños. La voluntad se inclina maliciosamente hacia
conductas pecaminosas. Las pasiones y los sentidos experimentan un desorden
que les lleva a rebelarse al impulso de la razón.
Esta inclinación al mal que todo hombre posee, se acentúa con los pecados
personales y con la influencia de ambientes corrompidos.
Convertirse es, en definitiva, cambiar de actitud, desandar el camino
andado. Es una vuelta a Dios, del que el hombre se aparta por la mala
conducta, por las malas obras, es decir, por el pecado.
Esa vuelta a Dios, que es fruto del amor, incluirá también una nueva
actitud hacia el prójimo, que también ha de ser amado.
EL REINO DE DIOS EMPIEZA CON LA CONVERSION PERSONAL
Para entrar en el Reino de los Cielos es preciso renacer del agua y del
Espíritu; de esta manera anunció Jesús a Nicodemo el comienzo del Reino de
Dios en el alma de cada hombre. Para esta nueva vida Dios envía su gracia.
La conversión unas veces será de un modo fulgurante y rápido, casi repentina;
otras, de una manera suave y gradual; incluso, en ocasiones, sólo llega en
el último momento de la vida.
En las parábolas del Reino de los Cielos es muy frecuente que el Señor lo
compare a una pequeña semilla, que crece y da fruto o se malogra. Con estos
ejemplos indica que el Reino de Dios debe empezar por la conversión
personal. Cuando un hombre se convierte, y es fiel, va creciendo en esa
nueva vida; después va influyendo en los que le rodean. Así se desarrolla
el Reino de Dios en el mundo. El camino que eligió Jesucristo fue predicar
a todos la conversión, denunciar todas las situaciones de pecado e ir
formando a los que se iban convirtiendo a su palabra
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