CARTA
DOMINICAE CENAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO
A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA
SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA
DOMINICAE CENAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO
A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA
SOBRE EL MISTERIO Y EL CULTO DE LA EUCARISTÍA
Venerados y queridos hermanos:
1. También este año, os dirijo a vosotros, para el próximo Jueves Santo, una carta
que tiene una relación inmediata con la que habéis recibido el año pasado, en la
misma ocasión, junto con la Carta para los sacerdotes. Deseo ante todo
agradeceros cordialmente que hayáis acogido mis cartas precedentes con aquel
espíritu de unidad que el Señor ha establecido entre nosotros y que hayáis
transmitido a vuestro Presbiterio los pensamientos que deseaba expresar al
principio de mi pontificado.
Durante la Liturgia Eucarística del Jueves Santo, habéis renovado
—junto con
vuestros sacerdotes— las promesas y compromisos asumidos en el momento de la
ordenación. Muchos de vosotros, venerados y queridos Hermanos, me lo habéis
comunicado después, añadiendo palabras de agradecimiento personal y mandando a
veces las de vuestro propio Presbiterio. Además, muchos sacerdotes han
manifestado su alegría, tanto por el carácter profundo y solemne del Jueves
Santo, en cuanto «fiesta anual de los sacerdotes», como por la importancia de
los problemas tratados en la Carta a ellos dirigida. Tales respuestas forman una
rica colección que, una vez más, indican cuán querida es para la gran mayoría
del Presbiterio de la Iglesia católica la senda de la vida sacerdotal por la que
esta Iglesia camina desde hace siglos, cuán amada y estimada es para los
sacerdotes y cómo desean proseguirla en el futuro.
He de añadir aquí que en la Carta a los sacerdotes han hallado eco solamente
algunos problemas, como ya se ha señalado claramente al principio de la misma[1].
Además ha sido puesto principalmente de relieve el carácter pastoral del
ministerio sacerdotal, lo cual no significa ciertamente que no hayan sido
tenidos también en cuenta aquellos grupos de sacerdotes que no desarrollan una
actividad directamente pastoral. A este propósito quiero recordar una vez más el
magisterio del Concilio Vaticano II, así como las enunciaciones del Sínodo de
los Obispos del 1971.
El carácter pastoral del ministerio sacerdotal no deja de acompañar la vida
de cada sacerdote, aunque las tareas cotidianas que desarrolla no estén
orientadas explícitamente a la pastoral de los sacramentos. En este sentido, la
Carta dirigida a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo iba dirigida a
todos sin excepción, aunque, como he insinuado antes, ella no haya tratado todos
los problemas de la vida y actividad de los sacerdotes. Creo útil y oportuna tal
aclaración al principio de esta Carta.
I EL MISTERIO EUCARÍSTICO
EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL SACERDOTE
Eucaristía y sacerdocio
2. La Carta presente que dirijo a vosotros, venerados y queridos Hermanos en
el Episcopado, —y que, como he dicho, es en cierto modo una continuación de la
precedente— está también en estrecha relación con el misterio del Jueves Santo y
asimismo con el sacerdocio. En efecto, quiero dedicarla a la Eucaristía y, más
en concreto, a algunos aspectos del misterio eucarístico y de su incidencia en
la vida de quien es su ministro. Por ello los directos destinatarios de esta
Carta sois vosotros, Obispos de la Iglesia; junto con vosotros, todos los
Sacerdotes; y, según su orden, también los Diáconos.
En realidad, el sacerdocio ministerial o jerárquico, el sacerdocio de los
Obispos y de los Presbíteros y, junto a ellos, el ministerio de los Diáconos
—ministerios que empiezan normalmente con el anuncio del evangelio— están en
relación muy estrecha con la Eucaristía. Esta es la principal y central razón de
ser del Sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la
institución de la Eucaristía y a la vez que ella [2]. No sin razón las palabras
«Haced esto en conmemoración mía» son pronunciadas inmediatamente después de las
palabras de la consagración eucarística y nosotros las repetimos cada vez que
celebramos el Santo Sacrificio [3].
Mediante nuestra ordenación —cuya celebración está vinculada a la Santa Misa
desde el primer testimonio litúrgico— [4]
nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía. Somos,
en cierto sentido, «por ella» y «para ella». Somos, de modo particular,
responsables «de ella», tanto cada sacerdote en su propia comunidad como cada
obispo en virtud del cuidado que debe a todas las comunidades que le son
encomendadas, por razón de la «sollicitudo
omnium ecclesiarum» de la que habla San Pablo [5]. Está pues encomendado a
nosotros, obispos y sacerdotes, el gran «Sacramento de nuestra fe», y si él es
entregado también a todo el Pueblo de Dios, a todos los creyentes en Cristo, sin
embargo se nos confía a nosotros la Eucaristía también «para» los otros, que
esperan de nosotros un particular testimonio de veneración y de amor hacia este
Sacramento, para que ellos puedan igualmente ser edificados y vivificados «para
ofrecer sacrificios espirituales». [6]
De esta manera nuestro culto eucarístico, tanto en la celebración de la Misa
como en lo referente al Santísimo Sacramento, es como una corriente vivificante, que
une nuestro sacerdocio ministerial o jerárquico al sacerdocio común de los
fieles y lo presenta en su dimensión vertical y con su valor central. El
sacerdote ejerce su misión principal y se manifiesta en toda su plenitud
celebrando la Eucaristía [7], y tal manifestación es más completa cuando él mismo
deja traslucir la profundidad de este misterio, para que sólo él resplandezca en
los corazones y en las conciencias humanas a través de su ministerio. Este es el
ejercicio supremo del «sacerdocio real», la «fuente y cumbre de toda la vida
cristiana»[8].
Culto del misterio eucarístico
3. Tal culto está dirigido a Dios Padre por medio de Jesucristo en el
Espíritu Santo. Ante todo al Padre, como afirma el evangelio de San Juan:
«Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el
que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna».[9]
Se dirige también en el Espíritu Santo a aquel Hijo encarnado, según la economía
de salvación, sobre todo en aquel momento de entrega suprema y de abandono total
de sí mismo, al que se refieren las palabras pronunciadas en el cenáculo: «esto
es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros» ...«éste es el cáliz de mi Sangre
... que será derramada por vosotros».[10]
La aclamación litúrgica: «Anunciamos tu muerte» nos hace recordar aquel momento.
Al proclamar a la vez su resurrección, abrazamos en el mismo acto de veneración
a Cristo resucitado y glorificado «a la derecha del Padre», así como la
perspectiva de su «venida con gloria». Sin embargo, es su anonadamiento
voluntario, agradable al Padre y glorificado con la resurrección, lo que, al
ser celebrado sacramentalmente junto con la resurrección, nos lleva a la
adoración del Redentor que «se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz».[11]
Esta adoración nuestra contiene otra característica particular: está
compenetrada con la grandeza de esa Muerte Humana, en la que el mundo, es decir,
cada uno de nosotros, es amado «hasta el fin».[12] Así pues, ella es también una respuesta que quiere corresponder a aquel
Amor inmolado que llega hasta la muerte en la cruz: es nuestra «Eucaristía», es
decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su
muerte y hecho participantes de su vida inmortal mediante su resurrección.
Tal culto, tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y
se enraiza ante todo en la celebración de la liturgia eucarística. Pero debe
asimismo llenar nuestros templos, incluso fuera del horario de las Misas. En
efecto, dado que el misterio eucarístico ha sido instituido por amor y nos hace
presente sacramentalmente a Cristo, es digno de acción de gracias y de culto.
Este culto debe manifestarse en todo encuentro nuestro con el Santísimo
Sacramento, tanto cuando visitamos las iglesias como cuando las sagradas
Especies son llevadas o administradas a los enfermos.
La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar expresión en
diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el
Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las
cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, Congresos
eucarísticos[13]. A este respecto merece una mención particular la solemnidad del «Corpus
Christi» como acto de culto público tributado a Cristo presente en la
Eucaristía, establecida por mi Predecesor
Urbano IV en recuerdo de la institución de este gran Misterio.
[14] Todo ello corresponde a los principios generales y a las normas
particulares existentes desde hace tiempo y formuladas de nuevo durante o
después del Concilio Vaticano II.[15]
Eucaristía e Iglesia
4. Gracias al Concilio nos hemos dado cuenta, con mayor claridad, de esta verdad:
como la Iglesia «hace la Eucaristía» así «la Eucaristía construye» la Iglesia;[16]
esta verdad está estrechamente unida al misterio del Jueves Santo. La Iglesia ha
sido fundada, en cuanto comunidad nueva del Pueblo de Dios, sobre la comunidad
apostólica de los Doce que, en la última Cena, han participado del Cuerpo y de
la Sangre del Señor bajo las especies del pan y del vino. Cristo les había
dicho: «tomad y comed» ... «tomad y bebed». Y ellos, obedeciendo este mandato,
han entrado por primera vez en comunión sacramental con el Hijo de Dios,
comunión que es prenda de vida eterna. Desde aquel momento hasta el fin de los
siglos, la Iglesia se construye mediante la misma comunión con el Hijo de
Dios, que es prenda de la Pascua eterna.
Como maestros y guardianes de la verdad salvífica de la Eucaristía, debemos,
queridos y venerados Hermanos en el Episcopado, guardar siempre y en todas
partes este significado y esta dimensión del encuentro sacramental y de la
intimidad con Cristo. Ellos constituyen, en efecto, la substancia misma del
culto eucarístico. El sentido de esta verdad antes expuesta no disminuye en modo
alguno, sino que facilita el carácter eucarístico de acercamiento espiritual y
de unión entre los hombres que participan en el Sacrificio, el cual con la
Comunión se convierte luego en banquete para ellos. Este acercamiento y esta
unión, cuyo prototipo es la unión de los Apóstoles en torno a Cristo durante la
última Cena, expresan y realizan la Iglesia.
Pero ella no se realiza sólo mediante el hecho de la unión entre los hombres a
través de la experiencia de la fraternidad a la que da ocasión el banquete
eucarístico. La Iglesia se realiza cuando en aquella unión y comunión fraternas,
celebramos el sacrificio de la cruz de Cristo, cuando anunciamos «la muerte del
Señor hasta que El venga»[17]
Y luego cuando, compenetrados profundamente en el misterio de nuestra salvación,
nos acercamos comunitariamente a la mesa del Señor, para nutrirnos
sacramentalmente con los frutos del Santo Sacrificio propiciatorio. En la
Comunión eucarística recibimos pues a Cristo, a Cristo mismo; y nuestra unión
con El, que es don y gracia para cada uno, hace que nos asociemos en Él a la
unidad de su Cuerpo, que es la Iglesia.
Solamente de esta manera, mediante tal fe y disposición de ánimo, se realiza esa
construcción de la Iglesia, que, según la conocida expresión del Concilio
Vaticano II, halla en la Eucaristía la «fuente y cumbre de toda la vida
cristiana».[18]
Esta verdad, que por obra del mismo Concilio ha recibido un nuevo y vigoroso
relieve,[19] debe ser tema frecuente de nuestras reflexiones y de nuestra enseñanza.
Nútrase de ella toda actividad pastoral, sea también alimento para nosotros
mismos y para todos los sacerdotes que colaboran con nosotros, y finalmente para
todas las comunidades encomendadas a nuestro cuidado. En esta praxis ha de
revelarse, casi a cada paso, aquella estrecha relación que hay entre la
vitalidad espiritual y apostólica de la Iglesia y la Eucaristía, entendida en su
significado profundo y bajo todos los puntos de vista.
[20]
Eucaristía y caridad
5. Antes de pasar a observaciones más detalladas sobre el tema de la celebración
del Santo Sacrificio, deseo recordar brevemente que el culto eucarístico
constituye el alma de toda la vida cristiana. En efecto, si la vida cristiana se
manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a
Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el Santísimo
Sacramento, llamado generalmente Sacramento del amor.
La Eucaristía significa esta caridad,
y por ello la recuerda, la hace presente y al mismo tiempo la realiza.
Cada vez que participamos en ella de manera consciente, se abre en nuestra alma
una dimensión real de aquel amor inescrutable que encierra en sí todo lo que
Dios ha hecho por nosotros los hombres y que hace continuamente, según las
palabras de Cristo: «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también».
[21] Junto con este don insondable y gratuito, que es la caridad
revelada hasta el extremo en el sacrificio salvífico del Hijo de Dios —del que
la Eucaristía es señal indeleble— nace en nosotros una viva respuesta de amor.
No sólo conocemos el amor, sino que nosotros mismos comenzamos a amar.
Entramos, por así decirlo, en la vía del amor y progresamos en este camino. El
amor que nace en nosotros de la Eucaristía, se desarrolla gracias a ella, se
profundiza, se refuerza.
El culto eucarístico es, pues, precisamente expresión de este amor, que es la
característica auténtica y más profunda de la vocación cristiana. Este culto
brota del amor y sirve al amor, al cual todos somos llamados en Cristo Jesús.
[22] Fruto vivo de este culto es la perfección de la imagen de Dios que
llevamos en nosotros, imagen que corresponde a la que Cristo nos ha revelado.
Convirtiéndonos así en adoradores del Padre «en espíritu y verdad»,[23]
maduramos en una creciente unión con Cristo, estamos cada vez más unidos a Él y
—si podemos emplear esta expresión— somos más solidarios con Él.
La doctrina de la Eucaristía, «signo de unidad» y «vínculo de caridad», enseñada
por San Pablo,
[24] ha sido luego profundizada en los escritos de tantos santos, que son para
nosotros un ejemplo vivo de culto eucarístico. Hemos de tener siempre esta
realidad ante los ojos y, al mismo tiempo, debemos esforzarnos continuamente
para que también nuestra generación añada a esos maravillosos ejemplos del
pasado otros ejemplos nuevos, no menos vivos y elocuentes, que reflejen la época
a la que pertenecemos.
Eucaristía y prójimo
6. El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte de por sí en escuela de
amor activo al prójimo. Sabemos que es éste el orden verdadero e integral
del amor que nos ha enseñado el Señor: «En esto conoceréis todos que sois mis
discípulos: si tenéis amor unos para con otros».[25]
La Eucaristía nos educa para este amor de modo más profundo; en efecto,
demuestra qué valor debe de tener a los ojos de Dios todo hombre, nuestro
hermano y hermana, si Cristo se ofrece a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo
las especies de pan y de vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe
hacer aumentar en nosotros la conciencia de la dignidad de todo hombre. La
conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra
relación con el prójimo.
Asimismo debemos hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria
humana, a toda injusticia y ofensa, buscando el modo de repararlos de manera
eficaz. Aprendamos a descubrir con respeto la verdad del hombre interior, porque
precisamente este interior del hombre se hace morada de Dios presente en la
Eucaristía. Cristo viene a los corazones y visita las conciencias de nuestros
hermanos y hermanas. ¡Cómo cambia la imagen de todos y cada uno, cuando
adquirimos conciencia de esta realidad, cuando la hacemos objeto de nuestras
reflexiones! El sentido del Misterio eucarístico nos impulsa al amor al prójimo,
al amor a todo hombre.
[26]
Eucaristía y vida
7. Siendo pues fuente de caridad, la Eucaristía ha ocupado siempre el centro de la
vida de los discípulos de Cristo. Tiene el aspecto de pan y de vino, es decir,
de comida y de bebida; por lo mismo es tan familiar al hombre, y está tan
estrechamente vinculada a su vida, como lo están efectivamente la comida y la
bebida. La veneración a Dios que es Amor nace del culto eucarístico de esa
especie de intimidad en la que el mismo, análogamente a la comida y a la
bebida, llena nuestro ser espiritual, asegurándole, al igual que ellos, la
vida. Tal veneración «eucarística» de Dios corresponde pues estrictamente a sus
planes salvíficos. El mismo, el Padre, quiere que los «verdaderos adoradores»[27]
lo adoren precisamente así, y Cristo es intérprete de este querer con sus
palabras a la vez que con este sacramento, en el cual nos hace posible la
adoración al Padre, de la manera más conforme a su voluntad.
De tal concepción del culto eucarístico brota todo el estilo sacramental de
la vida del cristiano. En efecto, conducir una vida basada en los
sacramentos, animada por el sacerdocio común, significa ante todo por parte del
cristiano, desear que Dios actúe en él para hacerle llegar en el Espíritu «a la
plena madurez de Cristo».[28]
Dios, por su parte, no lo toca solamente a través de los acontecimientos y con
su gracia interna, sino que actúa en él, con mayor certeza y fuerza, a través de
los sacramentos. Ellos dan a su vida un estilo sacramental.
Ahora bien, entre todos los sacramentos, es el de la Santísima Eucaristía el que
conduce a plenitud su iniciación de cristiano y confiere al ejercicio del
sacerdocio común esta forma sacramental y eclesial que lo pone en conexión —como
hemos insinuado anteriormente—
[29] con el ejercicio del sacerdocio ministerial. De este modo el culto
eucarístico es centro y fin de toda la vida sacramental.
[30] Resuenan continuamente en él, como un eco profundo, los sacramentos de la
iniciación cristiana: Bautismo y Confirmación. ¿Dónde está mejor expresada la
verdad de que además de ser «llamados hijos de Dios», lo «somos realmente»,
[31] en virtud del Sacramento del Bautismo, sino precisamente en el hecho de
que en la Eucaristía nos hacemos partícipes del Cuerpo y de la Sangre del
unigénito Hijo de Dios? Y ¿qué es lo que nos predispone mayormente a «ser
verdaderos testimonios de Cristo»,
[32] frente al mundo, como resultado del Sacramento de la Confirmación, sino
la comunión eucarística, en la que Cristo nos da testimonio a nosotros y
nosotros a Él?
Es imposible analizar aquí en sus pormenores los lazos existentes entre la
Eucaristía y los demás Sacramentos, particularmente con el Sacramento de la vida
familiar y el Sacramento de los enfermos. Acerca de la estrecha vinculación,
existente entre el Sacramento de la Penitencia y el de la Eucaristía llamé ya la
atención en la Encíclica «Redemptor Hominis».[33]
No es solamente la Penitencia la que conduce a la Eucaristía, sino que
también la Eucaristía lleva a la Penitencia. En efecto, cuando nos damos
cuenta de Quien es el que recibimos en la Comunión eucarística, nace en nosotros
casi espontáneamente un sentido de indignidad, junto con el dolor de nuestros
pecados y con la necesidad interior de purificación.
No obstante debemos vigilar siempre, para que este gran encuentro con Cristo en
la Eucaristía no se convierta para nosotros en un acto rutinario y a fin de que
no lo recibamos indignamente, es decir, en estado de pecado mortal. La práctica
de la virtud de la penitencia y el sacramento de la Penitencia son
indispensables a fin de sostener en nosotros y profundizar continuamente el
espíritu de veneración, que el hombre debe a Dios mismo y a su Amor tan
admirablemente revelado.
Estas palabras quisieran presentar algunas reflexiones generales sobre el culto
del Misterio eucarístico, que podrían ser desarrolladas más larga y ampliamente.
Concretamente, se podría enlazar cuanto se dijo acerca de los efectos de la
Eucaristía sobre el amor por el hombre con lo que hemos puesto de relieve ahora
sobre los compromisos contraídos para con el hombre y la Iglesia en la comunión
eucarística, y consiguientemente delinear la imagen de la «tierra nueva»[34]
que nace de la Eucaristía a través de todo «hombre nuevo».[35]
Efectivamente en este Sacramento del pan y del vino, de la comida y de la bebida, todo lo que es humano sufre
una singular transformación y elevación. El culto eucarístico no es tanto
culto de la trascendencia inaccesible, cuanto de la divina condescendencia y es
a su vez transformación misericordiosa y redentora del mundo en el corazón del
hombre.
Recordando todo esto, sólo brevemente, deseo, no obstante la concisión, crear un
contexto más amplio para las cuestiones que deberé tratar enseguida: ellas están
estrechamente vinculadas a la celebración del Santo Sacrificio. En efecto, en
esta celebración se expresa de manera más directa el culto de la Eucaristía.
Este emana del corazón como preciosísimo homenaje inspirado por la fe, la
esperanza y la caridad, infundidas en nosotros en el Bautismo. Es precisamente
de ella, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado, sacerdotes y diáconos,
de lo que quiero escribiros en esta Carta, a la que la Sagrada Congregación para
los Sacramentos y el Culto Divino hará seguir indicaciones más concretas.
II SACRALIDAD DE LA EUCARISTÍA
Y SACRIFICIO
Y SACRIFICIO
Sacralidad
8. La celebración de la Eucaristía, comenzando por el cenáculo y por el Jueves
Santo, tiene una larga historia propia, larga cuanto la historia de la Iglesia.
En el curso de esta historia los elementos secundarios han sufrido ciertos
cambios; no obstante, ha permanecido inmutada la esencia del «Mysterium»,
instituido por el Redentor del mundo, durante la última cena. También el
Concilio Vaticano II ha aportado algunas modificaciones, en virtud de las cuales
la liturgia actual de la Misa se diferencia en cierto sentido de la conocida
antes del Concilio. No pensamos hablar de estas diferencias; por ahora conviene
que nos detengamos en lo que es esencial e inmutable en la liturgia eucarística.
Y con este elemento está estrechamente vinculado el carácter de «sacrum» de la
Eucaristía, esto es, de acción santa y sagrada. Santa y sagrada, porque en ella
está continuamente presente y actúa Cristo, «el Santo» de Dios,
[36]«ungido por el Espíritu Santo»,[37]
«consagrado por el Padre»,[38]
para dar libremente y recobrar su vida,
[39] «Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza».[40]
Es El, en efecto, quien, representado por el celebrante, hace su ingreso en el
santuario y anuncia su evangelio. Es El «el oferente y el ofrecido, el
consagrante y el consagrado».
[41] Acción santa y sagrada, porque es constitutiva de las especies sagradas,
del «Sancta sanctis», es decir, de las «cosas santas —Cristo el Santo— dadas a
los santos», como cantan todas las liturgias de Oriente en el momento en que se
alza el pan eucarístico para invitar a los fieles a la Cena del Señor.
El «Sacrum» de la Misa no es por tanto una «sacralización», es decir, una
añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del
Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que
Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente,
El mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa.
Derivando de esta liturgia, nuestras Misas revisten de por sí una forma
litúrgica completa, que, no obstante esté diversificada según las familias
rituales, permanece sustancialmente idéntica. El «Sacrum» de la Misa es una
sacralidad instituida por Cristo. Las palabras y la acción de todo sacerdote, a
las que corresponde la participación consciente y activa de toda la asamblea
eucarística, hacen eco a las del Jueves Santo.
El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio «in persona Christi», lo cual quiere
decir más que «en nombre», o también «en vez» de Cristo. «In persona»: es decir,
en la identificación específica, sacramental con el «Sumo y Eterno Sacerdote»,
[42] que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio Sacrificio, en el
que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente El, solamente
Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y efectiva «propitiatio pro peccatis
nostris ... sed etiam totius mundi».[43]
Solamente su sacrificio, y ningún otro, podía y puede tener «fuerza
propiciatoria» ante Dios, ante la Trinidad, ante su trascendental santidad. La
toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y
sobre el significado del sacerdote-celebrante que, llevando a efecto el Santo
Sacrificio y obrando «in persona Christi», es introducido e insertado, de
modo sacramental (y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo «Sacrum», en
el que a su vez asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea
eucarística.
Ese «Sacrum», actuado en formas litúrgicas diversas, puede prescindir de algún
elemento secundario, pero no puede ser privado de ningún modo de su sacralidad y
sacramentalidad esenciales, porque fueron queridas por Cristo y transmitidas y
controladas por la Iglesia. Ese «Sacrum» no puede tampoco ser instrumentalizado
para otros fines. El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza
sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna
imitación «profana», que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como
norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo
en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a borrar la distinción
entre «sacrum» y «profanum», dada la difundida tendencia general (al menos en
algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar
el «sacrum» de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces
también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana —fe
consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no
comparten la misma fe— garantiza a este «sacrum» el derecho de ciudadanía. El
deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho
natural y civil de la libertad de conciencia y de religión.
La sacralidad de la Eucaristía ha encontrado y encuentra siempre expresión en la
terminología teológica y litúrgica.
[44] Este sentido de la sacralidad objetiva del Misterio eucarístico es tan
constitutivo de la fe del Pueblo de Dios que con ella se ha enriquecido y
robustecido.
[45] Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros
días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben
comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por
voluntad de Cristo y de su Iglesia.
Sacrificio
9. La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y
al mismo tiempo sacrificio de la Nueva Alianza,
[46] como creemos y como claramente profesan las Iglesias Orientales: «el
sacrificio actual —afirmó hace siglos la Iglesia griega— es como aquél que un
día ofreció el Unigénito Verbo encarnado, es ofrecido (hoy como entonces) por
El, siendo el mismo y único sacrificio».[47]
Por esto, y precisamente haciendo presente este sacrificio único de nuestra
salvación, el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad
pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es fundamento de la
«alianza nueva y eterna» de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase
a faltar, se debería poner en tela de juicio bien sea la excelencia del
sacrificio de la Redención que fue perfecto y definitivo, bien sea el valor
sacrificial de la Santa Misa. Por tanto la Eucaristía, siendo verdadero
sacrificio, obra esa restitución a Dios.
Se sigue de ahí que el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el
auténtico sacerdote, que lleva a cabo —en virtud del poder específico de
la sagrada ordenación— el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los
seres a Dios. En cambio todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin
sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios
sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el
momento de su presentación en el altar. Efectivamente, este acto litúrgico
solemnizado por casi todas las liturgias, «tiene su valor y su significado
espiritual».[48]
El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva
la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en
espíritu.
Es importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido
estricto, encuentre su expresión en el comportamiento de los participantes. A
esto corresponde la llamada procesión de las ofrendas, prevista por la reciente
reforma litúrgica
[49], y acompañada, según la antigua tradición, por un salmo o un cántico. Es
necesario un cierto espacio de tiempo, a fin de que todos puedan tomar
conciencia de este acto, expresado contemporáneamente por las palabras del
celebrante.
La conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante
toda la Misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la
consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor fundamental
del momento del sacrificio. Para demostrar esto ayudan las palabras de la
oración eucarística que el sacerdote pronuncia en alta voz. Parece útil repetir
aquí algunas expresiones de la tercera oración eucarística, que manifiestan
especialmente el carácter sacrificial de la Eucaristía y unen el ofrecimiento de
nuestras personas al de Cristo: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu
Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos
tu amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de
su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que Él
nos transforme en ofrenda permanente».
Este valor sacrificial está ya expresado en cada celebración por las palabras
con que el sacerdote concluye la presentación de los dones al pedir a los fieles
que oren para que «este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre
todopoderoso». Tales palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan
el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto
divino como eclesial.
Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es «Sacrificium»,
es decir, una «Ofrenda consagrada». En efecto, el pan y el vino, presentados en
el altar y acompañados por la devoción y por los sacrificios espirituales de los
participantes, son finalmente consagrados, para que se conviertan verdadera,
real y sustancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada de
Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del pan y del
vino, «re-presentan»,[50]
de modo sacramental e incruento, el Sacrificio cruento propiciatorio ofrecido
por El en la cruz al Padre para la salvación del mundo. El solo, en efecto,
ofreciéndose como víctima propiciatoria en un acto de suprema entrega e
inmolación, ha reconciliado a la humanidad con el Padre, únicamente mediante su
sacrificio, «borrando el acta de los decretos que nos era contraria».
[51]
A este sacrificio, que es renovado de forma sacramental sobre el altar, las
ofrendas del pan y del vino, unidas a la devoción de los fieles, dan además una
contribución insustituible, ya que, mediante la consagración sacerdotal se
convierten en las sagradas Especies. Esto se hace patente en el comportamiento
del sacerdote durante la oración eucarística, sobre todo durante la
consagración, y también cuando la celebración del Santo Sacrificio y la
participación en él están acompañadas por la conciencia de que «el Maestro está
ahí y te llama».
[52] Esta llamada del Señor, dirigida a nosotros mediante su Sacrificio, abre
los corazones, a fin de que purificados en el Misterio de nuestra Redención se
unan a El en la comunión eucarística, que da a la participación en la Misa un
valor maduro, pleno, comprometedor para la existencia humana: «la Iglesia desea
que los fieles no sólo ofrezcan la hostia inmaculada, sino que aprendan a
ofrecerse a sí mismos, y que de día en día perfeccionen con la mediación de
Cristo, la unión con Dios y entre sí, de modo que sea Dios todo en todos».[53]
Es por tanto muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una
nueva e intensa educación, para descubrir todas las riquezas encerradas en la
nueva Liturgia. En efecto, la renovación litúrgica realizada después del
Concilio Vaticano II ha dado al sacrificio eucarístico una mayor
visibilidad. Entre otras cosas, contribuyen a ello las palabras de la oración
eucarística recitadas por el celebrante en voz alta y, en especial, las palabras
de la consagración, la aclamación de la asamblea inmediatamente después de la
elevación.
Si todo esto debe llenarnos de gozo, debemos también recordar que estos
cambios exigen una nueva conciencia y madurez espiritual, tanto por parte
del celebrante— sobre todo hoy que celebra «de cara al pueblo»— como por parte
de los fieles. El culto eucarístico madura y crece cuando las palabras de la
plegaria eucarística, y especialmente las de la consagración, son pronunciadas
con gran humildad y sencillez, de manera comprensible, correcta y digna, como
corresponde a su santidad; cuando este acto esencial de la liturgia eucarística
es realizado sin prisas; cuando nos compromete a un recogimiento tal y a una
devoción tal, que los participantes advierten la grandeza del misterio que se
realiza y lo manifiestan con su comportamiento.
III LAS DOS MESAS DEL SEÑOR
Y EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA
Y EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA
Mesa de la Palabra de Dios
10. Sabemos bien que la celebración de la Eucaristía ha estado vinculada, desde
tiempos muy antiguos, no sólo a la oración, sino también a la lectura de la
Sagrada Escritura, y al canto de toda la asamblea. Gracias a esto ha sido
posible, desde hace mucho tiempo, relacionar con la Misa el parangón hecho por
los Padres con las dos mesas, sobre las cuales la Iglesia prepara para sus hijos
la Palabra de Dios y la Eucaristía, es decir, el Pan del Señor. Debemos pues
volver a la primera parte del Sagrado Misterio que, con frecuencia, en el
presente se le llama Liturgia de la Palabra, y dedicarle un poco de
atención.
La lectura de los fragmentos de la Sagrada Escritura, escogidos para cada día,
ha sido sometida por el Concilio a criterios y exigencias nuevas.
[54] Como consecuencia de tales normas conciliares se ha hecho una nueva
selección de lecturas, en las que se ha aplicado, en cierta medida, el principio
de la continuidad de los textos, y también el principio de hacer accesible el
conjunto de los Libros Sagrados. La introducción de los salmos con los
responsorios en la liturgia familiariza a los participantes con los más bellos
recursos de la oración y de la poesía del Antiguo Testamento. Además el hecho de
que los relativos textos sean leídos y cantados en la propia lengua, hace que
todos puedan participar y comprenderlos más plenamente. No faltan, sin embargo,
quienes, educados todavía según la antigua liturgia en latín, sienten la falta
de esta «lengua única», que ha sido en todo el mundo una expresión de la unidad
de la Iglesia y que con su dignidad ha suscitado un profundo sentido del
Misterio Eucarístico. Hay que demostrar pues no solamente comprensión, sino
también pleno respeto hacia estos sentimientos y deseos y, en cuanto sea
posible, secundarlos, como está previsto además en las nuevas disposiciones.
[55] La Iglesia romana tiene especiales deberes, con el latín, espléndida
lengua de la antigua Roma, y debe manifestarlo siempre que se presente ocasión.
De hecho las posibilidades creadas actualmente por la renovación posconciliar
son a menudo utilizadas de manera que nos hacen testigos y partícipes de la
auténtica celebración de la Palabra de Dios. Aumenta también el número de
personas que toman parte activa en esta celebración. Surgen grupos de lectores y
de cantores, más aún, de «scholae cantorum», masculinas o femeninas, que con
gran celo se dedican a ello. La Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, comienza
a pulsar con nueva vida en muchas comunidades cristianas. Los fieles, reunidos
para la liturgia, se preparan con el canto para escuchar el Evangelio, que es
anunciado con la debida devoción y amor.
Constatando todo esto con gran estima y agradecimiento, no puede sin embargo
olvidarse que una plena renovación tiene otras exigencias. Estas consisten en
una nueva responsabilidad ante la Palabra de Dios transmitida mediante la
liturgia, en diversas lenguas, y esto corresponde ciertamente al carácter
universal y a las finalidades del Evangelio. La misma responsabilidad atañe
también a la ejecución de las relativas acciones litúrgicas, la lectura o el
canto, lo cual debe responder también a los principios del arte. Para preservar
estas acciones de cualquier artificio, conviene expresar en ellas una capacidad,
una sencillez y al mismo tiempo una dignidad tales, que haga resplandecer, desde
el mismo modo de leer o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado.
Por tanto, estas exigencias, que brotan de la nueva responsabilidad ante la
Palabra de Dios en la liturgia,
[56] llegan todavía más a lo hondo y afectan a la disposición interior
con la que los ministros de la Palabra cumplen su función en la asamblea
litúrgica.
[57] La misma responsabilidad se refiere finalmente a la selección de los
textos. Esa selección ha sido ya hecha por la competente autoridad
eclesiástica, que ha previsto incluso los casos, en que se pueden escoger
lecturas más adecuadas a una situación especial.
[58] Además, conviene siempre recordar que en el conjunto de los textos de las
Lecturas de la Misa puede entrar sólo la Palabra de Dios. La lectura de la
Escritura no puede ser sustituida por la lectura de otros textos, aun cuando
tuvieran indudables valores religiosos y morales. Tales textos en cambio podrán
utilizarse, con gran provecho, en las homilías. Efectivamente, la homilía es
especialmente idónea para la utilización de esos textos, con tal de que
respondan a las requeridas condiciones de contenido, por cuanto es propio de la
homilía, entre otras cosas, demostrar la convergencia entre la sabiduría divina
revelada y el noble pensamiento humano, que por distintos caminos busca la
verdad.
Mesa del Pan del Señor
11. La segunda mesa del misterio eucarístico, es decir, la mesa del Pan del Señor,
exige también un adecuada reflexión desde el punto de vista de la renovación
litúrgica actual. Es éste un problema de grandísima importancia, tratándose de
un acto particular de fe viva, más aún, como se atestigua desde los primeros
siglos,
[59]de una manifestación de culto a Cristo, que en la comunión
eucarística se entrega a sí mismo a cada uno de nosotros, a nuestro corazón,
a nuestra conciencia, a nuestros labios y a nuestra boca, en forma de alimento.
Y por esto, en relación con ese problema, es particularmente necesaria la
vigilancia de la que habla el Evangelio, tanto por parte de los Pastores
responsables del culto eucarístico, como por parte del Pueblo de Dios, cuyo
«sentido de la fe»[60]
debe ser precisamente en esto muy consciente y agudo.
Por esto, deseo confiar también este problema al corazón de cada uno de
vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado. Vosotros debéis sobre
todo insertarlo en vuestra solicitud por todas las Iglesias, confiadas a
vosotros. Os lo pido en nombre de la unidad que hemos recibido en herencia de
los Apóstoles: la unidad colegial. Esta unidad ha nacido, en cierto sentido, en
la mesa del Pan del Señor, el Jueves Santo. Con la ayuda de vuestros Hermanos en
el sacerdocio, haced todo lo que podáis, para garantizar la dignidad sagrada
del ministerio eucarístico y el profundo espíritu de la comunión eucarística,
que es un bien peculiar de la Iglesia como Pueblo de Dios, y al mismo tiempo la
herencia especial transmitida a nosotros por los Apóstoles, por diversas
tradiciones litúrgicas y por tantas generaciones de fieles, a menudo testigos
heroicos de Cristo, educados en la «escuela de la Cruz» (Redención) y de la
Eucaristía.
Conviene pues recordar que la Eucaristía, como mesa del Pan del Señor, es una
continua invitación, como se desprende de la alusión litúrgica del celebrante
en el momento del «Este es el Cordero de Dios. Dichosos los llamados a la cena
del Señor»
[61] y de la conocida parábola del Evangelio sobre los invitados al banquete
de bodas.
[62] Recordemos que en esta parábola hay muchos que se excusan de aceptar la
invitación por distintas circunstancias. Ciertamente también en nuestras
comunidades católicas no faltan aquellos que podrían participar en la
Comunión eucarística, y no participan, aun no teniendo en su conciencia
impedimento de pecado grave. Esa actitud, que en algunos va unida a una
exagerada severidad, se ha cambiado, a decir verdad, en nuestro tiempo, aunque
en algunos sitios se nota aún. En realidad, más frecuente que el sentido de
indignidad, se nota una cierta falta de disponibilidad interior —si puede
llamarse así—, falta de «hambre» y de «sed» eucarística, detrás de la que se
esconde también la falta de una adecuada sensibilidad y comprensión de la
naturaleza del gran Sacramento del amor.
Sin embargo, en estos últimos años, asistimos también a otro fenómeno. Algunas
veces, incluso en casos muy numerosos, todos los participantes en la asamblea
eucarística se acercan a la comunión, pero entonces, como confirman pastores
expertos, no ha habido la debida preocupación por acercarse al sacramento de la
Penitencia para purificar la propia conciencia. Esto naturalmente puede
significar que los que se acercan a la Mesa del Señor no encuentren, en su
conciencia y según la ley objetiva de Dios, nada que impida aquel sublime y
gozoso acto de su unión sacramental con Cristo. Pero puede también esconderse
aquí, al menos alguna vez, otra convicción: es decir el considerar la Misa
sólo como un banquete,
[63] en el que se participa recibiendo el Cuerpo de Cristo, para manifestar
sobre todo la comunión fraterna. A estos motivos se pueden añadir fácilmente
una cierta consideración humana y un simple «conformismo».
Este fenómeno exige, por parte nuestra, una vigilante atención y un análisis
teológico y pastoral, guiado por el sentido de una máxima responsabilidad. No
podemos permitir que en la vida de nuestras comunidades se disipe aquel bien que
es la sensibilidad de la conciencia cristiana, guiada únicamente por el respeto
a Cristo que, recibido en la Eucaristía, debe encontrar en el corazón de cada
uno de nosotros una digna morada. Este problema está estrechamente relacionado
no sólo con la práctica del Sacramento de la Penitencia, sino también con el
recto sentido de responsabilidad de cara al depósito de toda la doctrina moral y
de cara a la distinción precisa entre bien y mal, la cual viene a ser a
continuación, para cada uno de los participantes en la Eucaristía, base de
correcto juicio de sí mismos en la intimidad de la propia conciencia. Son bien
conocidas las palabras de San Pablo: «Examínese, pues, el hombre a sí mismo»;
[64] ese juicio es condición indispensable para una decisión personal, a fin
de acercarse a la comunión eucarística o bien abstenerse.
La celebración de la Eucaristía nos sitúa ante muchas otras exigencias, por lo
que respecta al ministerio de la Mesa eucarística, que se refieren, en parte,
tanto a los solos sacerdotes y diáconos, como a todos los que participan en la
liturgia eucarística. A los sacerdotes y a los diáconos es necesario recordar
que el servicio de la mesa del Pan del Señor les impone obligaciones especiales,
que se refieren, en primer lugar, al mismo Cristo presente en la Eucaristía
y luego a todos los actuales y posibles participantes en la Eucaristía. Respecto
al primero, no será quizás superfluo recordar las palabras del Pontifical que,
en el día de la ordenación, el Obispo dirige al nuevo sacerdote, mientras le
entrega en la patena y en el cáliz el pan y el vino ofrecidos por los fieles y
preparados por el diácono: «Accipe oblationem plebis sanctae Deo offerendam.
Agnosce quod ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicae
crucis conforma».[65]
Esta última amonestación hecha a él por el Obispo debe quedar como una de las
normas más apreciadas en su ministerio eucarístico.
En ella debe inspirarse el sacerdote en su modo de tratar el Pan y el Vino,
convertidos en Cuerpo y Sangre del Redentor. Conviene pues que todos nosotros,
que somos ministros de la Eucaristía, examinemos con atención nuestras acciones
ante el altar, en especial el modo con que tratamos aquel Alimento y aquella
Bebida, que son el Cuerpo y la Sangre de nuestro Dios y Señor en nuestras manos;
cómo distribuimos la Santa Comunión; cómo hacemos la purificación.
Todas estas acciones tienen su significado. Conviene naturalmente evitar la
escrupulosidad, pero Dios nos guarde de un comportamiento sin respeto, de una
prisa inoportuna, de una impaciencia escandalosa. Nuestro honor más grande
consiste —además del empeño en la misión evangelizadora— en ejercer ese
misterioso poder sobre el Cuerpo del Redentor, y en nosotros todo debe estar
claramente ordenado a esto. Debemos, además, recordar siempre que hemos sido
sacramentalmente consagrados para ese poder, que hemos sido escogidos entre los
hombres y «en favor de los hombres».[66]
Debemos reflexionar sobre ello especialmente nosotros sacerdotes de la Iglesia
Romana latina, cuyo rito de ordenación añade, en el curso de los siglos, el uso
de ungir las manos del sacerdote.
En algunos Países se ha introducido el uso de la comunión en la mano.
Esta práctica ha sido solicitada por algunas Conferencias Episcopales y ha
obtenido la aprobación de la Sede Apostólica. Sin embargo, llegan voces sobre
casos de faltas deplorables de respeto a las Especies eucarísticas, faltas que
gravan no sólo sobre las personas culpables de tal comportamiento, sino también
sobre los Pastores de la Iglesia, que hayan sido menos vigilantes sobre el
comportamiento de los fieles hacia la Eucaristía. Sucede también que, a veces,
no se tiene en cuenta la libre opción y voluntad de los que, incluso donde ha
sido autorizada la distribución de la comunión en la mano, prefieren atenerse al
uso de recibirla en la boca. Es difícil pues en el contexto de esta Carta, no
aludir a los dolorosos fenómenos antes mencionados. Escribiendo esto no quiero
de ninguna manera referirme a las personas que, recibiendo al Señor Jesús en la
mano, lo hacen con espíritu de profunda reverencia y devoción, en los Países
donde esta praxis ha sido autorizada.
Conviene sin embargo no olvidar el deber primordial de los sacerdotes, que han
sido consagrados en su ordenación para representar a Cristo Sacerdote: por eso
sus manos, como su palabra y su voluntad, se han hecho instrumento directo de
Cristo. Por eso, es decir, como ministros de la sagrada Eucaristía, éstos tienen
sobre las sagradas Especies una responsabilidad primaria, porque es total:
ofrecen el pan y el vino, los consagran, y luego distribuyen las sagradas
Especies a los participantes en la Asamblea. Los diáconos pueden solamente
llevar al altar las ofrendas de los fieles y, una vez consagradas por el
sacerdote, distribuirlas. Por eso cuán elocuente, aunque no sea primitivo, es en
nuestra ordenación latina el rito de la unción de las manos, como si
precisamente a estas manos fuera necesaria una especial gracia y fuerza del
Espíritu Santo.
El tocar las sagradas Especies, su distribución con las propias manos es
un privilegio de los ordenados, que indica una participación activa en el
ministerio de la Eucaristía. Es obvio que la Iglesia puede conceder esa
facultad a personas que no son ni sacerdotes ni diáconos, como son tanto los
acólitos, en preparación para sus futuras ordenaciones, como otros laicos, que
la han recibido por una justa necesidad, pero siempre después de una adecuada
preparación.
Bien común de la Iglesia
12.
No podemos, ni siquiera por un instante, olvidar que la Eucaristía es un bien
peculiar de toda la Iglesia. Es el don más grande que, en el orden de la
gracia y del sacramento, el divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su
Esposa. Y, precisamente porque se trata de tal don, todos debemos, con espíritu
de fe profunda, dejarnos guiar por el sentido de una responsabilidad
verdaderamente cristiana. Un don nos obliga tanto más profundamente porque nos
habla, no con la fuerza de un rígido derecho, sino con la fuerza de la confianza
personal, y así —sin obligaciones legales— exige correspondencia y gratitud.
La Eucaristía es verdaderamente tal don, es tal bien. Debemos permanecer fieles
en los pormenores a lo que ella expresa en sí y a lo que nos pide, o sea la
acción de gracias.
La Eucaristía es un bien común de toda la Iglesia, como sacramento de su unidad.
Y, por consiguiente, la Iglesia tiene el riguroso deber de precisar todo lo que
concierne a la participación y celebración de la misma. Debemos, por lo tanto,
actuar según los principios establecidos por el último Concilio que, en la
Constitución sobre la Sagrada Liturgia, ha definido las autorizaciones y
obligaciones, sea de los respectivos Obispos en sus diócesis, sea de las
Conferencias Episcopales, dado que unos y otras actúan unidos colegialmente con
la Sede Apostólica.
Además debemos seguir las instrucciones emanadas en este campo de los diversos
Dicasterios: sea en materia litúrgica, en las normas establecidas por los libros
litúrgicos, en lo concerniente al misterio eucarístico, y en las Instrucciones
dedicadas al mismo misterio,
[67] sea en lo que tiene relación con la «communicatio in sacris», en las
normas del «Directorium de re oecumenica»[68]
y en la «Instructio de peculiaribus casibus admittendi alios christianos ad
communionem eucharisticam in Ecclesia catholica»[69].
Y aunque, en esta etapa de renovación, se ha admitido la posibilidad de una
cierta autonomía «creativa», sin embargo ella misma debe respetar estrictamente
las exigencias de la unidad substancial. Por el camino de este pluralismo (que
brota ya entre otras cosas por la introducción de las distintas lenguas en la
liturgia) podemos proseguir únicamente hasta allí donde no se hayan cancelado
las características esenciales de la celebración de la Eucaristía y se hayan
respetado las normas prescriptas por la reciente reforma litúrgica.
Hay que realizar en todas partes un esfuerzo indispensable, para que dentro del
pluralismo del culto eucarístico, programado por el Concilio Vaticano II, se
manifieste la unidad de la que la Eucaristía es signo y causa. Esta tarea sobre
la cual, obligada por las circunstancias, debe vigilar la Sede Apostólica,
debería ser asumida no sólo por cada una de las Conferencias Episcopales,
sino también, por cada ministro de la Eucaristía, sin excepción. Cada uno debe
además recordar que es responsable del bien común de la Iglesia entera. El
sacerdote como ministro, como celebrante, como quien preside la asamblea
eucarística de los fieles, debe poseer un particular sentido del bien común
de la Iglesia, que él mismo representa mediante su ministerio, pero al que debe
también subordinarse, según una recta disciplina de la fe. El no puede
considerarse como «propietario», que libremente dispone del texto litúrgico y
del sagrado rito como de un bien propio, de manera que pueda darle un estilo
personal y arbitrario. Esto puede a veces parecer de mayor efecto, puede también
corresponder mayormente a una piedad subjetiva; sin embargo, objetivamente, es
siempre una traición a aquella unión que, de modo especial, debe encontrar la
propia expresión en el sacramento de la unidad.
Todo sacerdote, cuando ofrece el Santo Sacrificio, debe recordar que, durante
este Sacrificio, no es únicamente él con su comunidad quien ora, sino que
ora la Iglesia entera, expresando así, también con el uso del texto litúrgico
aprobado, su unidad espiritual en este sacramento. Si alguien quisiera
tachar de «uniformidad» tal postura, esto comprobaría sólo la ignorancia de las
exigencias objetivas de la auténtica unidad y sería un síntoma de dañoso
individualismo.
Esta subordinación del ministro, del celebrante, al «Mysterium», que le ha sido
confiado por la Iglesia para el bien de todo el Pueblo de Dios, debe encontrar
también su expresión en la observancia de las exigencias litúrgicas relativas a
la celebración del Santo Sacrificio. Estas exigencias se refieren, por ejemplo,
al hábito y, particularmente, a los ornamentos que reviste el celebrante. Es
obvio que hayan existido y existan circunstancias en las que las prescripciones
no obligan. Hemos leído con conmoción, en libros escritos por sacerdotes
ex-prisioneros en campos de exterminio, relatos de celebraciones eucarísticas
sin observar las mencionadas normas, o sea sin altar y sin ornamentos. Pero si
en tales circunstancias esto era prueba de heroísmo y debía suscitar profunda
estima, sin embargo en condiciones normales, omitir las prescripciones
litúrgicas puede ser interpretado como una falta de respeto hacia la Eucaristía,
dictada tal vez por individualismo o por un defecto de sentido crítico sobre las
opiniones corrientes, o bien por una cierta falta de espíritu de fe.
Sobre todos nosotros, que somos, por gracia de Dios, ministros de la
Eucaristía, pesa de modo particular la responsabilidad por las ideas y actitudes
de nuestros hermanos y hermanas, encomendados a nuestra cura pastoral. Nuestra
vocación es la de suscitar, sobre todo con el ejemplo personal, toda sana
manifestación de culto hacia Cristo presente y operante en el Sacramento del
amor. Dios nos preserve de obrar diversamente, de debilitar aquel culto,
desacostumbrándonos de varias manifestaciones y formas de culto eucarístico, en
las que se expresa una tal vez tradicional pero sana piedad, y sobre todo
aquel «sentido de la fe», que el Pueblo de Dios entero posee, como ha recordado
el Concilio Vaticano II.
[70]
Llegando ya al término de mis reflexiones, quiero pedir perdón —en mi nombre y
en el de todos vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado— por
todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana,
impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial,
unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado
escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración
debida a este gran Sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se
evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna
manera, debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros
fieles.
Que el mismo Cristo nos ayude a continuar por el camino de la verdadera
renovación hacia aquella plenitud de vida y culto eucarístico, a través del cual
se construye la Iglesia en esa unidad que ella misma ya posee y que desea poder
realizar aun más para gloria del Dios vivo y para la salvación de todos los
hombres.
CONCLUSIÓN
13.
Permitidme, venerables y queridos Hermanos, que termine ya estas
consideraciones, que se han limitado a profundizar sólo algunas cuestiones. Al
proponerlas he tenido delante toda la obra desarrollada por el Concilio Vaticano
II, y he tenido presente en mi mente la Encíclica de Pablo VI «Mysterium Fidei»,
promulgada durante el Concilio, así como todos los documentos emanados después
del mismo Concilio para poner en práctica la renovación litúrgica postconciliar.
Existe, en efecto, un vínculo estrechísimo y orgánico entre la
renovación de la liturgia y la renovación de toda la vida de la Iglesia.
La Iglesia no sólo actúa, sino que se expresa también en la liturgia, vive de la
liturgia y saca de la liturgia las fuerzas para la vida. Y por ello, la
renovación litúrgica, realizada de modo justo, conforme al espíritu del Vaticano
II, es, en cierto sentido, la medida y la condición para poner en práctica las
enseñanzas del Concilio Vaticano II, que queremos aceptar con fe profunda,
convencidos de que, mediante el mismo, el Espíritu Santo «ha dicho a la Iglesia»
las verdades y ha dado las indicaciones que son necesarias para el cumplimiento
de su misión respecto a los hombres de hoy y de mañana.
También en el futuro habremos de tener una particular solicitud para promover y
seguir la renovación de la Iglesia,
conforme a la doctrina del Vaticano II, en el espíritu de una Tradición
siempre viva. En efecto, pertenece también a la sustancia de la Tradición,
justamente entendida, una correcta «relectura» de los «signos de los tiempos»,
según los cuales hay que sacar del rico tesoro de la Revelación «cosas nuevas y
cosas antiguas».[71]
Obrando en este espíritu, según el consejo del Evangelio, el Concilio
Vaticano II ha realizado un esfuerzo providencial para renovar el rostro
de la Iglesia en
la sagrada liturgia, conectando frecuentemente con lo que es «antiguo»,
con lo
que proviene de la herencia de los Padres y es expresión de la fe y de
la
doctrina de la Iglesia unida desde hace tantos siglos.
Para continuar poniendo en práctica, en el futuro, las normas del Concilio en el
campo de la liturgia, y concretamente en el campo del culto eucarístico, es
necesaria una íntima colaboración entre el correspondiente Dicasterio de la
Santa Sede y cada Conferencia Episcopal, colaboración atenta y a la vez
creadora, con la mirada fija en la grandeza del santísimo Misterio y, al
mismo tiempo, en las evoluciones espirituales y en los cambios sociales, tan
significativos para nuestra época, dado que no sólo crean a veces dificultades,
sino que disponen además a un modo nuevo de participar en ese gran Misterio de
la fe.
Me apremia sobre todo el subrayar que los problemas de la liturgia, y en
concreto de la Liturgia eucarística, no pueden ser ocasión para dividir a los
católicos y amenazar la unidad de la Iglesia. Lo exige una elemental
comprensión de ese Sacramento, que Cristo nos ha dejado como fuente de unidad
espiritual. Y ¿cómo podría precisamente la Eucaristía, que es en la Iglesia «sacramentum
pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis»[72] constituir en este momento, entre nosotros, punto de división y fuente de
disconformidad de pensamientos y comportamientos, en vez de ser centro focal y
constitutivo, cual es verdaderamente en su esencia, de la unidad de la misma
Iglesia?
Somos todos igualmente deudores hacia nuestro Redentor. Todos
juntos debemos prestar oído al Espíritu de verdad y amor, que El ha prometido a
la Iglesia y que obra en ella. En nombre de esta verdad y de este amor, en
nombre del mismo Cristo Crucificado y de su Madre, os ruego y suplico que,
dejando toda oposición y división, nos unamos todos en esta grande y salvífica
misión, que es precio y a la vez fruto de nuestra redención. La Sede Apostólica
hará todo lo posible para buscar, también en el futuro, los medios que puedan
garantizar la unidad de la que hablamos. Evite cada uno, en su modo de actuar,
«entristecer al Espíritu Santo».[73]
Para que esta unidad y la colaboración constante y sistemática que a ella
conduce, puedan proseguirse con perseverancia, imploro de rodillas para todos
nosotros la luz del Espíritu Santo, por intercesión de María, su Santa Esposa y
Madre de la Iglesia. Al bendecir a todos de corazón, me dirijo una vez más a
vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado, con un saludo fraterno
y plena confianza. En esta unidad colegial de la que participamos, hagamos el
máximo esfuerzo para que, dentro de la unidad universal de la Iglesia de Cristo
sobre la tierra, la Eucaristía se convierta cada vez más en fuente de vida y luz
para la conciencia de todos nuestros hermanos, en todas las comunidades.
Con espíritu de fraterna caridad, me es grato impartir la Bendición Apostólica a
vosotros y a todos los hermanos en el sacerdocio.
Vaticano, 24 de febrero, domingo I de Cuaresma, del año 1980, segundo de mi
Pontificado
JOANNES PAULUS PP. II
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