1. «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mateo 11, 30).
Las
palabras de Jesús a los discípulos, que acabamos de escuchar, nos ayudan a
comprender el mensaje más importante de esta celebración. Podemos, de hecho,
considerarlas en un cierto sentido como una magnífica síntesis de toda la
existencia del padre Pío de Pietrelcina, hoy proclamado santo.
La imagen
evangélica del «yugo» evoca las muchas pruebas que el humilde capuchino de San
Giovanni Rotondo tuvo que afrontar. Hoy contemplamos en él cuán dulce es el
«yugo» de Cristo y cuán ligera es su carga, cuando se lleva con amor fiel. La
vida y la misión del padre Pío testimonian que las dificultades y los dolores,
si se aceptan por amor, se transforman en un camino privilegiado de santidad,
que se adentra en perspectivas de un bien más grande, solamente conocido por el
Señor.
2. «En
cuanto a mí... ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo» (Gálatas 6, 14).
¿No es
quizá precisamente la «gloria de la Cruz» la que más resplandece en el padre
Pío? ¡Qué actual es la espiritualidad de la Cruz vivida por el humilde
capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para
abrir el corazón a la esperanza. En toda su existencia, buscó siempre una mayor
conformidad con el Crucificado, teniendo una conciencia muy clara de haber sido
llamado a colaborar de manera peculiar con la obra de la redención. Sin esta
referencia constante a la Cruz, no se puede comprender su santidad.
En el
plan de Dios, la Cruz constituye el auténtico instrumento de salvación para
toda la humanidad y el camino explícitamente propuesto por el Señor a cuantos
quieren seguirle (Cf. Marcos 16, 24). Lo comprendió bien el santo fraile de
Gargano, quien, en la fiesta de la Asunción de 1914, escribía: «Para alcanzar
nuestro último fin hay que seguir al divino Jefe, quien quiere llevar al alma
elegida por un solo camino, el camino que él siguió, el de la abnegación y la
Cruz» («Epistolario» II, p. 155).
3. «Yo
soy el Señor que actúa con misericordia» (Jeremías 9, 23).
El padre
Pío ha sido generoso dispensador de la misericordia divina, ofreciendo su
disponibilidad a todos, a través de la acogida, la dirección espiritual, y
especialmente a través de la administración del sacramento de la Penitencia. El
ministerio del confesionario, que constituye uno de los rasgos característicos
de su apostolado, atraía innumerables muchedumbres de fieles al Convento de San
Giovanni Rotondo. Incluso cuando el singular confesor trataba a los peregrinos
con aparente dureza, éstos, una vez tomada conciencia de la gravedad del pecado,
y sinceramente arrepentidos, casi siempre regresaban para recibir el abrazo
pacificador del perdón sacramental.
Que su
ejemplo anime a los sacerdotes a cumplir con alegría y asiduidad este
ministerio, tan importante hoy, como he querido confirmar en la Carta a los
Sacerdotes con motivo del pasado Jueves Santo.
4. «Tú
eres, Señor, mi único bien».
Es lo que
hemos cantado en el Salmo Responsorial. Con estas palabras, el nuevo santo nos
invita a poner a Dios por encima de todo, a considerarlo como nuestro sumo y
único bien.
En
efecto, la razón última de la eficacia apostólica del padre Pío, la raíz
profunda de tanta fecundidad espiritual, se encuentra en esa íntima y constante
unión con Dios que testimoniaban elocuentemente las largas horas transcurridas en
oración. Le gustaba repetir: «Soy un pobre fraile que reza», convencido de que
«la oración es la mejor arma que tenemos, una llave que abre el Corazón de
Dios». Esta característica fundamental de su espiritualidad continua en los
«Grupos de Oración» que él fundo, y que ofrecen a la Iglesia y a la sociedad la
formidable contribución de una oración incesante y confiada. El padre Pío unía
a la oración una intensa actividad caritativa de la que es expresión
extraordinaria la «Casa de Alivio del Sufrimiento». Oración y caridad, esta es
una síntesis sumamente concreta de la enseñanza del padre Pío, que hoy vuelve a
proponerse a todos.
5. «Te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque... estas cosas... las
has revelado a los pequeños» (Mateo 11, 25).
Qué
apropiadas parecen estas palabras de Jesús, cuando se te aplican a ti, humilde
y amado, padre Pío.
Enséñanos
también a nosotros, te pedimos, la humildad del corazón para formar parte de
los pequeños del Evangelio, a quienes el Padre les ha prometido revelar los
misterios de su Reino.
Ayúdanos
a rezar sin cansarnos nunca, seguros de que Dios conoce lo que necesitamos,
antes de que se lo pidamos.
Danos una
mirada de fe capaz de capaz de reconocer con prontitud en los pobres y en los
que sufren el rostro mismo de Jesús.
Apóyanos
en la hora del combate y de la prueba y, si caemos, haz que experimentemos la
alegría del sacramento del perdón.
Transmítenos
tu tierna devoción a María, Madre de Jesús y nuestra.
Acompáñanos
en la peregrinación terrena hacia la patria bienaventurada, donde esperamos
llegar también nosotros para contemplar para siempre la Gloria del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
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