Los relatos de la Pasión —especialmente los relatos
sinópticos—, con su estilo descarnado, carente de cualquier comentario teológico
o edificante, nos transportan a los primerísimos días de la Iglesia. Esos
relatos son las primeras partes del Evangelio que se "formaron" (para
utilizar el lenguaje del moderno "método de las formas") en la tradición oral y
que circularon entre los cristianos. En esta etapa, predominan los hechos; todo
se resume en dos acontecimientos: murió-resucitó. Pero esa etapa de los
puros hechos quedó pronto superada. Los creyentes se hicieron muy pronto la
pregunta sobre el "porqué" de aquellos hechos, es decir de la pasión: ¿por
qué padeció Cristo? Y la respuesta fue: "¡Por nuestros
pecados!".
Nace así la fe pascual, expresada en la célebre frase de Pablo: "Cristo
murió por nuestros pecados; fue resucitado para nuestra justificación" (cf 1 Co
15,3-4; Rm 4,25). Teníamos ya los hechos —murió, resucitó— y el
significado para nosotros de esos hechos: por nuestros pecados, para nuestra
justificación. La respuesta parecía completa: por fin historia y fe formaban un
único misterio pascual.
Sin embargo, aún no se había tocado el verdadero
fondo del problema. La pregunta volvía a surgir de otra manera: ¿por qué
murió por nuestros pecados? Y la respuesta que iluminó de golpe la fe de la
Iglesia, como con resplandor de sol, fue: "¡Porque nos amaba!" "Cristo
nos amó y se entregó por nosotros" (Ef 5,2); "Me amó hasta entregarse por mí" (Ga
2,20); "Cristo amó a su Iglesia y por eso se entregó a sí mismo por ella" (Ef
5,25). Como puede verse, ésta es una verdad pacífica, primordial, que lo penetra
todo y que se aplica tanto a la Iglesia en su conjunto como personalmente a cada
hombre. El evangelista san Juan, que escribe después que los demás, hace
remontar esta revelación hasta el mismo Jesús terreno: "Nadie —dice Jesús en el
evangelio de Juan— nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos" (Jn 15,13s).
Esta respuesta al "porqué" de la pasión de Cristo es
verdaderamente definitiva y no admite más preguntas. Nos amó porque nos amó, ¡y
basta! Y es que el amor de Dios no tiene un "porqué", es gratuito. Es el
único amor en el mundo real y totalmente gratuito, que no pide nada para sí (¡ya
lo tiene todo!), sino que sólo da, o, mejor, se da. "En esto consiste el amor:
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó... ¡El nos amó
primero!" (1 Jn 4,10.19).
Jesús, pues, sufrió y murió libremente, por amor.
No por casualidad, ni por necesidad, ni por oscuras fuerzas o razones de la
historia que lo hayan arrollado sin que él se diera cuenta o a pesar suyo. Quien
afirme eso, vacía el Evangelio; le quita el alma. Porque el Evangelio es
únicamente esto: el alegre mensaje del amor de Dios en Cristo Jesús. Y no sólo
el Evangelio, sino toda la Biblia es únicamente esto: la noticia del amor
misterioso, incomprensible, de Dios al hombre. Si toda la Escritura se
pusiese a hablar a la vez, si, por un milagro, de palabra escrita se convirtiese
toda ella en palabra pronunciada de viva voz, esta voz, más potente que las olas
del mar, gritaría: "¡Dios os ama!".
El amor de Dios al hombre hunde sus raíces en la
eternidad ("Él nos eligió antes de crear
el mundo", dice el Apóstol en Ef 1,4), pero se ha manifestado en el tiempo
en una serie de gestos concretos que constituyen la historia de la salvación.
Dios había hablado ya antiguamente a nuestros padres, en múltiples ocasiones y
de muchas maneras, de ese amor suyo (cf Hb 1,1). Había hablado al crearnos,
pues ¿qué es la creación sino un acto de amor, el acto primordial del amor de
Dios al hombre? ("Tú has creado el universo para derramar tu amor sobre todas
las criaturas"’, decimos en la Plegaria eucarística IV:1 Así dice la
versión italiana. La versión oficial española presenta una ligera variante:
"Hiciste todas las cosas para colmarlas de tus bendiciones".). Habló después
por los profetas, pues los profetas de la Biblia no son, en realidad, otra
cosa que los mensajeros del amor de Dios, los "amigos del Esposo".
Incluso cuando reprenden o amenazan, lo hacen para defender ese amor de Dios a
su pueblo. En los profetas, Dios compara su amor al de una madre (Is
49,15s), al de un padre (Os 11,4), al de un esposo (Is 62,5). Dios
mismo resume en una frase su forma de proceder con Israel, diciendo: "Con
amor eterno te amé" (Jr 31,3). ¡Una
frase nunca oída, en ninguna filosofía ni en ninguna religión, en boca de un
dios! El "dios de los filósofos" es un dios al que amar, no un Dios que ama, y
que ama primero.
Pero a Dios no le bastó con hablarnos de su amor por
los profetas". "Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo" (Hb
1,2). Hay una enorme diferencia respecto a lo de antes:
Jesús no se limita a hablarnos del amor de Dios,
como hacían los profetas: él "es" el amor de Dios. ¡Porque "Dios es amor" y
Jesús es Dios!
Con Jesús, Dios ya no nos habla desde lejos,
sirviéndose de intermediarios: nos habla desde cerca y nos habla en persona. Nos
habla desde dentro de nuestra condición humana, después de haber saboreado hasta
el fondo sus sufrimientos. ¡El amor de Dios se hizo carne y vino a vivir
en medio de nosotros! Ya en la antigüedad había quienes leían así a Juan 1,14.
Jesús nos ha amado con un corazón divino y humano a la vez; de manera
perfectamente humana, aunque con medida divina. Un amor lleno de fuerza y de
delicadeza, tiernísimo e incesante. Como ama a sus discípulos, como ama a los
niños, como ama a los pobres y a los enfermos, como ama a los pecadores...
Amando, hace crecer, devuelve la dignidad
y la esperanza; todos los que se acercan a Jesús con sencillo corazón salen
transformados por su amor.
Su amor se hace amistad: "Ya no os llamo siervos, a
vosotros os llamo amigos" (Jn 15.15). Y no se queda ahí: él llega a una
identificación con el hombre para la que ya no bastan las analogías humanas, ni
siquiera la de la madre, la del padre o la del esposo: "Permaneced en mí —dice—
y yo en vosotros" (Jn 15,4).
Y finalmente, la prueba suprema de ese amor:
"Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn
13,1), es decir hasta los últimos límites del amor. Dos cosas hay que revelan al
verdadero amador y que lo hacen triunfar: la primera consiste en hacer el bien
al amado; la segunda, superior en gran medida a la primera, consiste en sufrir
por él. Para esto, para darnos una prueba de su gran amor, Dios inventa su
propio anonadamiento, lo hace realidad y se las arregla para hacerse capaz de
sufrir cosas terribles.
De esa manera, Dios, con todo lo que soporta,
convence a los hombres del extraordinario amor que les tiene y los atrae de
nuevo hacia sí, a esos hombres que huían de un Señor tan bueno pensando que él
los odiaba (Cf N. CABASILAS, Vida en Cristo, VI, 2.). Jesús
nos repite a nosotros lo que dijo un día a una santa que estaba meditando la
pasión: "¡No te he amado de broma!" (3 II libro della Beata Angela da
Foligno, ed. Quaracchi, Grottaferrata, 1985, p. 62.)
Para saber cómo nos ama Dios, tenemos ya un medio
sencillo y seguro: ¡ver cuánto ha sufrido! No sólo en el cuerpo, sino sobre todo
en el alma. Porque la verdadera pasión de
Jesús es la que no se ve, la que le hizo exclamar en Getsemaní: "Me muero de
tristeza" (Mc 14,34). Jesús murió en su corazón antes que en su cuerpo. ¿Quién
podrá comprender el abandono, la tristeza, la angustia del alma de Cristo al
sentirse "convertido en pecado", él, el inocentísimo Hijo del Padre? Con razón
la liturgia del Viernes Santo ha puesto en los labios de Cristo crucificado
aquellas palabras de las Lamentaciones: "Vosotros, los que pasáis por el camino,
mirad, fijaos: ¿Hay dolor como mi dolor?".
Pensando precisamente en ese momento, se dijeron
aquellas palabras: "Sic Deus dilexit mundum - ¡Tanto amó Dios al mundo!"
(Jn 3,16). Al comienzo de su evangelio, Juan exclama: "Hemos contemplado su
gloria" (Jn 1,14). Y si preguntamos al evangelista: "¿Dónde has contemplado
su gloria?", él nos responderá: "Bajo la cruz he contemplado su gloria". Porque
la gloria de Dios consiste en habernos escondido su gloria, en habernos amado.
Ésta es la gloria más grande que Dios tiene fuera de sí mismo, fuera de la
Trinidad. Más grande que la de habernos creado y que la de haber creado todo
el universo. Ahora que está a la derecha del Padre en la gloria, el cuerpo de
Cristo ya no conserva las señales y las características de su condición mortal;
pero sí que conserva celosamente una cosa y la muestra, nos dice el Apocalipsis:
las señales de su pasión, sus heridas. Y de ellas se siente orgulloso porque son
la prueba de su gran amor a las criaturas.
Tiene razón Jesús cuando nos repite hoy, desde lo
alto de su cruz, con las palabras de la liturgia: "Pueblo mío, ¿qué más podía
hacer por ti que aún no haya hecho? ¡ Respóndeme ! ".
* * *
Alguien podría decir: Sí, es verdad que Cristo nos
amó entonces, cuando vivió en la tierra; ¿pero ahora? Ahora que ya no
está entre nosotros, ¿qué queda de aquel amor, a no ser un pálido reflejo? Los
discípulos de Emaús decían: "Hace ya tres días que sucedió esto", y nosotros nos
sentimos tentados de decir: "¡Hace ya dos mil años...!" Pero se equivocaban,
porque Jesús había resucitado y estaba caminando con ellos. Y también nosotros
nos equivocamos cuando pensamos como ellos, pues su amor sigue aún en medio
de nosotros, "porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
con el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5,5).
Y ésta es la segunda verdad de este día, que no es
menos hermosa e importante que la primera: Tanto amó Dios al mundo, que nos
ha dado el Espíritu Santo. El agua que brotó del costado de Cristo junto con
la sangre era el símbolo de ese Espíritu Santo. "En esto conocemos que
permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu" (1
Jn 4,13). Recordemos esta frase de Juan, que es la síntesis de todo; significa
que Jesús nos ha dejado como regalo a sí mismo todo entero, todo su amor, pues
él "vive por el Espíritu" (1 P 3,18).
* * *
Lo que hasta ahora he expuesto es la revelación
objetiva del amor de Dios en la historia. Ahora pasemos a nosotros: ¿qué
tendremos que hacer, qué tendremos que decir tras haber escuchado cómo nos
ama Dios? Hay varias respuestas posibles. Una de ellas: amar también
nosotros a Dios. Éste es el primero y el mayor mandamiento de la ley. Dice
un antiguo himno de la Iglesia: "¿Cómo no amar a quien tanto nos amó? ¿Sic
nos amantem quis non redamaret?" Pero todo esto viene después. Antes hay que
hacer otra cosa.
Otra posible respuesta es: amarnos unos a otros
como Dios nos ha amado. ¿No dice el evangelista Juan que, si Dios nos ha
amado, "también nosotros debemos amarnos unos a otros?" (1 Jn 4,11). Pero
también esto viene después; antes hay que hacer otra cosa. ¿Qué hay que hacer
antes? Creer en el amor de Dios. "Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos
tiene" (1 Jn 4,16). Por lo tanto, la fe. Pero aquí se trata de una fe
especial; no es la fe como simple asentimiento intelectual a una verdad. Es algo
muy distinto. Es la fe-asombro, la fe incrédula (¡qué paradoja!): la fe
que no puede comprender claramente lo que cree, aunque lo cree. ¿Cómo es
posible que Dios, sumamente feliz en su serena eternidad, haya tenido el deseo,
no sólo de crearnos, sino también de venir en persona a sufrir en medio de
nosotros? ¿Cómo es posible una cosa así? Ésta es la fe incrédula, la fe-asombro.
Gran parte de las frases del Nuevo Testamento que hemos escuchado hasta aquí son
frases que hay que leerlas con un signo de admiración; son frases que expresan
el asombro de la Iglesia primitiva: "¡Me amó y se entregó por mí!" "¡Tanto amó
Dios al mundo!".
¡ Qué cosa tan grande esa fe hecha de asombro y
admiración! Cosa difícil y rara si las hay. ¿Creemos nosotros de verdad que
Dios nos ama? Seguro que no lo creemos de verdad, o por lo menos no lo
creemos suficientemente... Porque si lo creyésemos, pronto la vida, nosotros,
las cosas, los acontecimientos, todo se transfiguraría ante nuestros ojos.
Hoy mismo estaríamos con él en el paraíso, pues el paraíso no es más que esto:
gozar del amor de Dios. Un dicho extracanónico de Jesús reza así: "El que se
asombre reinará". Y aquí se hace realidad esa frase. El que ante ese increíble
amor de Dios se queda profundamente maravillado, el que se queda sin palabras,
¡ése entra ya desde ahora en el reino de los cielos!
Pero nosotros, como decía, no creemos de verdad que
Dios nos ame; el mundo ha hecho cada vez más difícil que creamos en el amor.
Demasiadas traiciones, demasiadas decepciones. El que ha sido traicionado o
herido una vez tiene miedo de amar y de ser amado, porque sabe cuánto daño hace
el verse engañado. Y así, cada vez va creciendo más la fila de
los que no consiguen creer en el amor de Dios; más aún, en ningún amor.
El mundo y la vida están entrando (o siguen) en una era glacial.
En el ámbito personal, existe la tentación de
nuestra indignidad, que nos lleva a decir: "Si, ese amor de Dios es bello, pero
no es para mí. ¿Cómo puede Dios amar a alguien como yo, que lo ha traicionado y
olvidado? Yo soy un ser indigno..." Escuchemos lo que nos dice la palabra
de Dios: "En caso de que nos traicione nuestra conciencia, Dios es mayor que
nuestra conciencia" (1 Jn 3,20).
El mundo necesita creer en el amor de Dios. Lo
necesita en concreto nuestro país si no queremos que siga siendo, como dice
Dante, "el parterre que nos vuelve tan feroces". Urge, por tanto, volver
a proclamar el evangelio del amor de Dios en Cristo Jesús. Si no lo
hacemos, seremos los hombres que meten la luz debajo del celemín. Defraudaremos
al mundo en su esperanza más secreta. En el mundo hay otros que comparten con
los cristianos la predicación de la justicia social y del respeto al hombre;
pero nadie —nadie, digo—, ni entre los filósofos, ni entre las religiones,
nadie dice al hombre que Dios lo ama, y que lo ama primero. Y sin embargo,
todo se rige por esta verdad, que es la fuerza motriz de todo. La misma
causa del pobre y del oprimido nunca estará segura mientras no se asiente sobre
esta base inamovible de que Dios nos ama, de que ama al pobre y al oprimido.
Pero no basta con las palabras ni con los
lamentos. Hay que estar dispuestos, como Jesús, a sufrir y a perdonar
a quien nos hace sufrir: "Padre, perdónales..." Jesús nos ha dejado en herencia
a los cristianos estas palabras que él pronunció en la cruz, para que las
conservásemos vivas por los siglos y las usásemos como nuestra arma más
verdadera.
Pero no para perdonar a los enemigos de Jesús en
aquel entonces, que ya no existen, sino para perdonar a los enemigos de Jesús
hoy, a nuestros enemigos, a los enemigos de la Iglesia. El cristianismo es la
religión del perdón de los enemigos. Nadie debería decir que conoce el amor de
Dios derramado en su corazón por medio del Espíritu Santo, si ese amor no le ha
servido, al menos una vez, para perdonar a un enemigo. Debemos dar gracias
públicamente a aquellos hermanos en la fe que, tras ser alcanzados por el odio y
por la violencia homicida, han sentido el impulso del Espíritu Santo para
perdonar incluso públicamente a quien les mató a algún familiar y siguieron ese
impulso con humildad. ¡Ellos sí que han creído en el amor! Y han dado a Cristo
un grandioso testimonio de que su amor, manifestado ese día en la cruz, sigue
siendo hoy posible gracias a su Espíritu; más aún, de que ese amor es lo único
capaz de cambiar algo en el mundo, porque cambia las conciencias.
Y quiero recoger aquí aquella invitación del profeta
Isaías que dice; "Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de
Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio" (Is 40,ls). Como una voz
debilísima que viene del silencio y vuelve al silencio, también yo me he
atrevido a hablar "al corazón de Jerusalén", es decir de la Iglesia, para
recordarle lo que tiene de más precioso: el amor eterno de su divino Esposo. Y
ahora el mismo Esposo se dirige a la Iglesia con las palabras del Cantar de los
Cantares y le dice:
"¡ Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí!
Porque ha pasado el invierno,
las
lluvias han cesado y se han ido,
brotan flores en la vega,
llega el tiempo de la poda" (Ct 2,10-12).
En este día santísimo de la muerte de Cristo, un
soplo de alegría levanta al mundo.
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