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El amor providente del Padre |
AUDIENCIA
Miércoles 24 de marzo de 1999
El
amor providente del Padre
1. Prosiguiendo nuestra meditación sobre Dios Padre,
hoy queremos reflexionar en su amor generoso y providente. «El
testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la
divina Providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo,
desde las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del
mundo y de la historia» ( Catecismo de la Iglesia
católica , n. 303).
Podemos tomar como punto de partida
un texto del libro de la Sabiduría, en el que
la Providencia divina se pone de manifiesto actuando en favor
de una barca en medio del mar: «Es tu providencia,
Padre, quien la guía, pues también en el mar abriste
un camino, una ruta segura a través de las olas,
mostrando así que de todo peligro puedes salvar, para que
hasta el inexperto pueda embarcarse» ( Sb 14, 3-4).
En
un salmo se halla también la imagen del mar, surcado
por las naves y en el que viven animales pequeños
y grandes, para recordar el alimento que Dios proporciona a
todos los seres vivos: «Todos ellos de ti están esperando
que les des a su tiempo su alimento; tú se
lo das y ellos lo toman, abres tu mano y
se sacian de bienes» ( Sal 104, 27-28).
2. La
imagen de la barca en medio del mar representa muy
bien nuestra situación frente al Padre providente, el cual, como
dice Jesús, «hace salir su sol sobre malos y buenos,
y llover sobre justos e injustos» ( Mt 5, 45).
Sin embargo, frente a este mensaje del amor providente del
Padre surge espontánea la pregunta: ¿cómo se puede explicar el
dolor?
Y es preciso reconocer que el problema del dolor
constituye un enigma ante el cual la razón humana queda
desconcertada. La Revelación divina nos ayuda a comprender que Dios
no lo quiere, puesto que entró en el mundo a
causa del pecado del hombre (cf. Gn 3, 16-19). Lo
permite para la salvación misma del hombre, sacando bien del
mal.
«Dios todopoderoso (...), al ser sumamente bueno, no permitiría
nunca que cualquier tipo de mal existiera en sus obras,
si no fuera suficientemente poderoso y bueno como para sacar
bien del mismo mal» (san Agustín, Enchiridion de fide, spe
et caritate , 11, 3: PL 40, 236). A este
respecto, son significativas las palabras tranquilizadoras que dirigió José a
sus hermanos, los cuales lo habían vendido y ahora dependían
de su poder: «No fuisteis vosotros los que me enviasteis
acá, sino Dios (...). Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios
lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre,
a un pueblo numeroso» ( Gn 45, 8; 50, 20).
Los proyectos de Dios no coinciden con los del hombre;
son infinitamente mejores, pero a menudo resultan incomprensibles para la
mente humana. Dice el libro de los Proverbios: «Del Señor
dependen los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre comprender
su camino?» ( Pr 20, 24). En el Nuevo Testamento,
san Pablo enuncia este principio consolador: «En todas las cosas
interviene Dios para bien de los que le aman» (
Rm 8, 28).
3. ¿Cuál debe ser nuestra actitud frente
a esta providente y clarividente acción divina? Desde luego, no
debemos esperar pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con
él, para que lleve a cumplimiento lo que ha comenzado
a realizar en nosotros. Debemos ser solícitos sobre todo en
la búsqueda de los bienes celestiales.
Éstos deben ocupar el primer
lugar, como nos pide Jesús: «Buscad primero el reino de
Dios y su justicia» ( Mt 6, 33). Los demás
bienes no deben ser objeto de preocupaciones excesivas, porque nuestro
Padre celestial conoce cuáles son nuestras necesidades; nos lo enseña
Jesús cuando exhorta a sus discípulos a «un abandono filial
en la providencia del Padre celestial que cuida de las
más pequeñas necesidades de sus hijos» ( Catecismo de la
Iglesia católica , n. 305): «Vosotros no andéis buscando qué
comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por
todas esas cosas se afanan las gentes del mundo; y
ya sabe vuestro Padre que tenéis de ellas necesidad» (
Lc 12, 29-30).
Así pues, estamos llamados a colaborar con
Dios, mediante una actitud de gran confianza. Jesús nos enseña
a pedir al Padre celestial el pan de cada día
(cf. Mt 6, 11; Lc 11, 3). Si lo recibimos
con gratitud, espontáneamente recordaremos también que nada nos pertenece, y
debemos estar dispuestos a donarlo: «A todo el que te
pida, da, y al que tome lo tuyo, no se
lo reclames» ( Lc 6, 30).
4. La certeza del
amor de Dios nos lleva a confiar en su providencia
paterna incluso en los momentos más difíciles de la existencia.
Santa Teresa de Jesús expresa admirablemente esta plena confianza en
Dios Padre providente, incluso en medio de las adversidades: «Nada
te turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no
se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios
tiene, nada le falta. Sólo Dios basta» ( Poesías ,
30).
La Escritura nos brinda un ejemplo elocuente de confianza
total en Dios cuando narra que Abraham había tomado la
decisión de sacrificar a su hijo Isaac. En realidad, Dios
no quería la muerte del hijo, sino la fe del
padre. Y Abraham la demuestra plenamente, dado que, cuando Isaac
le pregunta dónde está el cordero para el holocausto, se
atreve a responderle: «Dios proveerá» ( Gn 22, 8). E,
inmediatamente después, experimentará precisamente la benévola providencia de Dios, que
salva al niño y premia su fe, colmándolo de bendición.
Por consiguiente, es preciso interpretar esos textos a la luz
de toda la revelación, que alcanza su plenitud en Jesucristo.
Él nos enseña a poner en Dios una inmensa confianza,
incluso en los momentos más difíciles: Jesús, clavado en la
cruz, se abandona totalmente al Padre: «Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu» ( Lc 23, 46). Con esta actitud,
eleva a un nivel sublime lo que Job había sintetizado
en las conocidas palabras: «El Señor me lo dio; el
Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor»
( Jb 1, 21). Incluso lo que, desde un punto
de vista humano, es una desgracia puede entrar en el
gran proyecto de amor infinito con el que el Padre
provee a nuestra salvación.
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